Salió en la revista bonaerense Histonium de noviembre de 1950.
Conviene ver si acaso esta hipótesis, esta aspiración, es realizable. Para lo cual debemos recurrir a la analogía entre la sociedad y el individuo. No podemos saber de dónde ha obtenido Toynbee la intuición de que pueda existir una fórmula mágica capaz de prolongar la vida física más allá de los límites normales. Seguramente de la India. Los ingleses, sin desearlo y sin saberlo, han sido influenciados en sus inconscientes por algunas actitudes esenciales de la civilización hindú, con la cual permanecen en contacto desde tantos años, a causa de las razones materiales de su dominio imperial. Es la filosofía yogui la que sostiene que el individuo puede llegar a prolongar a voluntad su existencia física por medio del control de sus pasiones. Explica cómo la mente puede penetrar valiéndose de la concentración intensiva en el plano destinado a los instintos y a la vida vegetativa, llegando a hacer consciente todo aquello que hoy se cumple en forma inconsciente, como ser los movimientos respiratorios, la diástole y el sístole, y las funciones digestivas. Con ello demuestra que el instinto es solo un automatismo que ha llegado a serlo por pereza de la mente que, habiendo intervenido alguna vez, ya no lo hace y deja que todo se cumpla mecánicamente, por medio de la mente subconsciente. Es por esto que el cuerpo muere y el ser físico perece, porque la mente lo permite, al abandonarlo, al dejarlo atrás. Pero si quisiera, volvería a retomarlo, vivificando y regenerando el automatismo. Para ello se requiere una máxima concentración y renunciamiento total de las pasiones. Si esto es difícil, por no decir imposible, para un individuo, cuanto más lo será para una civilización, que es un conjunto de ellos. Es por esto que hasta ahora no se ha visto el caso de la renuncia colectiva a «maya», que podría permitir la prolongación indefinida de una civilización.
Después de todo, ¿vale la pena el intento de eternizar el cuerpo físico de una sociedad, o el de un individuo, cuando el mismo Toynbee nos ha asegurado que la importancia está en la evolución de la religión, que es la que impulsa a la salvación a las almas individuales? El hombre siempre se pudo salvar, nos dice, como sintiendo una especie de remordimiento por su evolucionismo religioso, que debe aprovechar más a los que más se adelanten en el tiempo. Aun el hombre primitivo pudo salvarse igual. El ensanchamiento del campo religioso solo significa una mayor posibilidad, o una mayor conciencia religiosa de Dios. Nuevas frases para colmar un raciocinio incompleto. Ortega y Gasset, al detenerse tal vez en este punto, ha tenido que reafirmar frente a Toynbee la vieja fórmula de «valle de lágrimas de este mundo», por oposición a todos aquellos que esperan realizar el paraíso terrenal. Toynbee, contradiciéndose a menudo, también aspira a veces a esto último, como intentando ser consecuente con un optimismo de tipo anglosajón.
Tampoco nos parece que sea posible la salvación en frío de una civilización, tal como se pudiera pensar con Toynbee, sino que de serlo se llevaría a cabo por medio de un acto instintivo, o subconsciente, gracias a la vivificación desde los estratos, que es donde nacen los mitos de la sangre. Jung nos diría que cuando el transcurso de la historia el inconsciente colectivo de un mundo se agota, se gasta, surge la civilización racional, universalista y decrépita, carente de vitalidad oscura. Debería entonces entrarse en sueño, en reposo, en «decadencia», para volver a cargar el inconsciente en las sombras de la muerte, hasta la nueva hora de la resurrección. Durante el período de la decadencia racional tal vez podría la civilización ser vuelta a la vitalidad por medio de un símbolo, o un mito, capaz de fecundar, o enamorar, las profundas capas espantables de lo desconocido y de lo vernáculo. Por lo general este rito se cumple bebiendo la propia sangre. Primitivismo, guerra, revolución. Y todo esto al Espíritu ya no le interesa. Es por ello que se dice que su reino no es de este mundo y que su historia debiera cumplirse en otra región.
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Volviendo a Jung, él nos explica además que el «automatismo» es algo extraño y misterioso, que no solo se encuentra atrás, en la zona de los instintos, pudiendo no ser considerado como un fenómeno que significa siempre inferioridad y retroceso. Resulta que también son automáticos los números y lo es la zona de las «ideas» arquetípicas, creadas por la mente colectiva. Todos aquellos arquetipos, o valores-símbolo que duermen en los abismos del alma y que, irrumpiendo, transforman algunas veces a los individuos en personajes míticos, en símbolos de ideas religiosas, o de mitos nacionales, en santos, o en héroes, también son automáticas y se cumplen en forma fatal, sin variaciones. No hay nada más automático que la santidad. Y lo que es más tremendo: el automatismo de la cruz. El santo, o el héroe, es un prisionero de fuerzas arquetípicas fatales y eternas.
El alma ¿puede tratar de pasar más allá de todo esto, rompiendo las últimas barreras, las últimas ilusiones, para alcanzar la zona de la paz y de los hielos, la absoluta y última realidad?
Por de pronto la salvación parece como que fuera individual y no colectiva, pues para las naciones no puede existir un más allá. Por esto es mejor retornar a la más antigua sabiduría que nos cuenta que la creación, la vida sobre el planeta, debe ser como una siembra, con sus períodos de cosechas, en los que algunos granos fructifican. Para el sembrador basta un número determinado de ellos, porque una vez cumplido su plan pasará el arado y dejará la tierra en barbecho. Es decir, cada cierto número de edades, la humanidad y la tierra son destruidas, para luego recomenzar desde el principio. De este modo el hecho de que la humanidad haya pasado casi un millón de años sin producir, sin crear, no significa que antes de ese tiempo no lo haya hecho. Tal vez solo dormía. El sueño del oso es más largo que su vigilia. Y cuando despertó y se puso a realizar, quién sabe si fueron oleadas de espíritus luciferinos los que se introdujeron de nuevo por su columna vertebral. Mientras ellos no vinieron, los cuerpos yacían quietos, mansos y como muertos, apegados a la ley y a la voluntad del Señor.
Por medio de las siembras de los grandes cielos, la humanidad avanza, salvándose solo algunos despiadados, que son capaces de crear las condiciones psíquicas de su propia inmortalidad.
Si el hombre se ha perdido al hacerse inestable y desequilibrado, en los albores de la historia, debido a una misteriosa causa que lo empujó a sumergirse en el mundo interior de sus propias creaciones mentales, de sus ilusiones y de sus sueños, que se han contrapuesto al mundo externo, llegando a ser más fuerte y más real que este, entonces solo de adentro puede esperar ya la salvación, intentando llegar a ver claro y a enfrentarse con esos seres que allí moran y que lo han hecho su víctima.