El río que la cruza acaba de inundar la ciudad de Santiago de Chile.
Redactada el 4 de junio del año 2002, fue publicada por los diarios chilenos El Mercurio, La Tercera, El Sur, La Estrella, El Expreso y en Álvaro Fernández Díaz y Francisco José Folch. Las mejores cartas a El Mercurio. Siete años de opinión pública 2000-2006. El Mercurio-Aguilar. Santiago, 2006.
Nace del entrecejo de la cabeza de un gigante prisionero de la roca de los Andes. Y es como su sueño de libertad, proyectado hacia la eternidad del mar. Por ello recorre colinas y praderas, haciendo ―en un tiempo ya lejano― la alegría de los cóndores, de los sauces, reverenciado por los antiguos habitantes de estas frágiles regiones que lo adoraron y agradecieron, jamás pensando interrumpir su curso, su «pensamiento» sagrado y poderoso. El Mapocho bañó la «tierra de los hombres», de los mapuches. Y en este sitio, donde se instalaría un día la capital de Chile, rodearía con sus brazos al cerro Huelén. Allí, gente extranjera, desconocedora del sentido profundo y misterioso que guarda la corriente mágica de un río, desvió por primera vez su curso. Jamás el río lo aceptaría, al extremo de poder pensarse que mucho del carácter catastrófico de este país débese a esa profanación. Siglos después, el Mapocho se desbordó, volviendo a recuperar su cauce primigenio, la «dirección de su pensamiento original». Sí, porque los ríos son mucho más que una simple corriente de agua. Los viejos pueblos lo saben. Jamás la India milenaria profanaría el sagrado Ganges, o el Jumna, menos aún el Sarasvati, el «río invisible», que con el Ganges nace de la cabeza del dios Shiva, en los Himalaya, y que a través de las edades transporta en sus aguas ―como escribía Nehru en su testamento― las cenizas de los yogas, los sueños y las canciones de los triunfos y derrotas de los hombres. Profanar el río, desviar su cauce, es atentar contra los dioses; en nuestro caso, contra un gigante que habita la roca mágica de los Andes y proyectó su sueño de libertad en esa corriente de agua que quiso bañar la «tierra de los hombres», de los mapuches: el Mapocho. Si realmente entendiéramos lo que está sucediendo, deberíamos suspender de inmediato la profanación del Mapocho, devolviéndole su curso, logrando así, alguna vez, retomar el diálogo respetuoso y la veneración que por este río mantuvo el indígena anterior a la conquista. A propósito de esto, es bueno que recuerde aquí la carta que el profesor Carl Jung me enviara a India cuando un terremoto destruyó varias ciudades de Chile: «Aunque los científicos no reconozcan la relación que existe entre la naturaleza y el hombre, debo decirle que la tendencia destructora que hoy impera en el mundo tiene relación directa con las catástrofes naturales que están afectando a su patria. Es la misteriosa ley del “sincronismo”».