Fue publicado dos veces por El Mercurio, en 1961 y en el 2002.
La señorita Bailey mueve su bella cabeza, ya entrecana, y murmura: «No, no es posible que un hombre tan grande como este pueda desaparecer totalmente con solo mover el conmutador de la luz».
Jung no ha estado bien, en verdad, pero no padece de enfermedad alguna. Ese día se ha sentido mejor y se ha levantado para recibirme. La señorita Bailey me pide que subamos, pero me recomienda que no me quede mucho tiempo para no cansarle. Entramos a su cuarto de trabajo. Y allí está Jung, sobre su silla, junto a la ventana que da al lago. Tiene puesta una bata japonesa que le hace parecer un monje del budismo zen, un samurái antiguo o un mago de otros tiempos. Le nimba una luz de atardecer y le rodean grabados de la alquimia y un gran cuadro de Shiva, sobre la cima del monte Kailás. El doctor hace un esfuerzo para levantarse; pero se lo impido y me siento muy cerca, a su frente. La señorita Bailey nos deja solos. No sé por qué esta vez siento una emoción aun mayor que en nuestras otras entrevistas; le tomo la mano envejecida, la mantengo un momento entre las mías, le miro a los ojos y me cuesta mucho empezar a hablar. Él sonríe con esa su sonrisa, llena de malicia, de sabiduría y de bondad. Estira su mano hacia su pipa, pero no la alcanza. Le digo: «Qué bella bata japonesa». Es una bata ceremonial. Saco de mi bolsillo una cajita de Cachemira, que le he traído de regalo. Él la mira y me dice: «Es de turquesa». Y luego agrega: «No he estado nunca en Cachemira, recorrí el sur de la India, Madora, todas esas zonas tan “Interesantes”». Luego me habla de los hindúes y de los chinos, se refiere a un libro de un maestro chino del budismo zen, cuyo nombre no recuerdo ahora, y dice que es lo mejor que ha leído al respecto. Le doy los saludos de Hermann Hesse y le cuento mi conversación sobre la muerte con el escritor. Le explico que le he preguntado si hay importancia en saber si existe algo más allá de la muerte. Jung medita un rato y afirma que la pregunta ha sido mal hecha, que debí preguntar «si hay alguna razón para creer que exista algo más allá de la muerte». Yo le pregunto ahora al doctor Jung: «¿Y qué cree usted…, hay?». Me responde: «Si la mente puede actuar al margen del cerebro, entonces funciona al margen del espacio y del tiempo. Y si la mente funciona al margen del espacio y del tiempo, es incorruptible».
―¿Y qué cree usted, doctor, qué piensa?
―He visto hombres heridos a bala en el cerebro, durante la guerra, con todas sus funciones cerebrales paralizadas y, sin embargo, tienen sueños y los recuerdan después. ¿Qué es lo que sueñan? Hay niños pequeños, que aún no tienen un yo definido, con su conciencia difusa, repartida en el cuerpo, quienes tienen sueños personales y profundos que les marcan para toda la vida. Ahí no hay yo. ¿Qué es eso otro que sueñan?
―¿Cree usted, doctor, que exista algo así como un cuerpo sutil, astral, el «linga-sarira» de la filosofía hindú, que se desprenda con la muerte?
―No lo sé; pero he visto materializar objetos y a los médiums mover objetos a distancia sin tocarlos con el cuerpo físico.
El doctor prosigue:
―Hace algún tiempo estuve muy enfermo, en estado casi de coma, todos creían que moriría y tal vez pensaban que sufría mucho, porque en ese estado a menudo el cuerpo hace creer que está sufriendo. Pero, en verdad, yo tenía la impresión de flotar y experimentaba una sensación maravillosa de libertad. Después lo recordé.