La Nueva Edad, núm. 15 (15-1-42).
Pues bien, al iniciarse ahora este año de 1942, Chile, nuestra patria, se encuentra en el umbral definitivo del destino. Hubo un tiempo parecido. Fue en las elecciones de 1938. Entonces también el país se jugó el porvenir. Pero la muerte de Pedro Aguirre Cerda, deseada por la masonería, ha sido una estrella que quizás se ha dado vuelta del otro lado. Nunca jamás Chile se ha encontrado ante instantes tan grandiosos y decisivos. De sobra es conocida la posición de esta revista en los sucesos internacionales y el porqué de esta posición lo hemos venido explicando a través de todos los números. En este momento trascendental de nuestra vida interna, de nuestra existencia política nacional, queremos remitir al lector al artículo «Historia de la podredumbre en Chile», aparecido en el número 7 de La Nueva Edad. Ahí está descrita con larga anticipación la actitud nuestra en los acontecimientos internos de Chile.
¿Qué es Chile y en qué ha sido transformado por los años de politiquería, de venalidad y de imperialismo?
En el fondo, Chile es como su montaña, serio, granítico, silencioso. Desde la independencia de América del Sur, hecha por las logias y como consecuencia aprovechada por el imperialismo inglés, nuestro continente ha realizado solo una historia colonial. La misma de antes, aunque creyendo todo lo contrario. Nuestras guerras han sido provocadas y aprovechadas y nuestra desunión, mantenida y fomentada. Sin embargo, Chile ha conservado una particularidad especial y una personalidad evidente, irreductible a todas las presiones, a todas las miserias y explotaciones desencadenadas. Algo así como un destino racial, pese a su reducida población, y una fuerza misteriosa.
No vamos aquí a repetir cosas ya dichas y explicadas con anterioridad; pero afirmamos sí que la principal causa de nuestras desgracias actuales no se encuentra tanto en el interior como en el exterior. Chile ha sido una colonia explotada por el imperialismo anglosajón que es el principal culpable de que nuestra estructura orgánica de nación se haya derrumbado, se haya podrido y de que nuestra aristocracia racial haya degenerado prematuramente en una casta de comerciantes venales, de gestores y adoradores del oro.
Cuando tras la guerra del 79 el imperialismo judío empieza su labor en Chile, envileciendo los espíritus con las coimas, entonces el pueblo comienza a sentir su desamparo. Ruidos de tormenta vienen desde la Pampa y desde las ciudades. Es el mismo pueblo sufrido y serio que ha luchado, que ha excavado las minas, que ha sido lanzado a una guerra y que la ha ganado, que ha esperado algo indefinido, una fe, una redención, una patria a la altura de su grandeza.
Leemos a cada momento en los periódicos y en la propaganda judía que Chile es un pueblo «democrático». Se le quiere dar a esta expresión el sentido siguiente: que el pueblo de Chile aspira a continuar por el mismo camino de los últimos años, de desorganización y libertinaje parlamentario, de latrocinios y demagogias desenfrenados. Ello es sin duda falso. Chile es un pueblo libre, es cierto. Pero libre quiere decir organización y disciplina, quiere decir mando, quiere decir un patrón enérgico. El pueblo de Chile es un pueblo de orden, de organización, de obediencia, de trabajo. Chile desea sentirse mandado, como todos los pueblos grandes, dirigido, gobernado. Desea derivar responsabilidades en un gobernante y dejarse de una vez por todas de tonteras. Desea orden, energía y disciplina, y por eso es libre.
La gran desgracia para la patria fue que en aquel entonces, cuando la coima y el imperialismo del dólar y de la libra desgarraron nuestra estructura orgánica y el pueblo empezó a sufrir y adquirir conciencia de su sufrimiento y de su explotación, apareció en el horizonte un aventurero extranjero, que no poseía ninguna de las virtudes sobrias y propias de nuestra raza, nieto de titiritero, que únicamente deseaba gobernar, llegando al poder por cualquier medio. Comprendiendo la realidad y el descontento del pueblo lo aprovechó y lo explotó para sus propios fines, haciendo abortar una energía que en otras condiciones y en otras manos habría significado tal vez nuestra grandeza. Este extranjero fue Alessandri.