La Nueva Edad, núm. 15 (15-1-42).
Tenía yo un amigo español, vasco, que me contaba que cuando llegó a Chile, por la Argentina, al ver la montaña, pensó que en este país debían existir grandes pintores. Mi amigo era pintor. Sin embargo, sabemos que en Chile la pintura es muy pobre y que los pintores no están de ningún modo a tono con el enorme paisaje. Es que el arte es siempre una compensación y en él se vive lo que no existe, lo que nuestra vida no ha logrado. Para qué grandes pintores en Chile, cuando la naturaleza es arte y la belleza está diariamente al alcance de nuestra vista. A lo más, nuestros artistas deberían hacer como los japoneses, que se han limitado a pintar, a transcribir, con la mayor fidelidad posible, desde todos los ángulos y en todos los momentos de su existencia la cumbre sagrada del Fusiyama. La belleza inmensa y cotidiana de los Andes es algo así como un peso que gravita sobre la existencia presente, pequeña y miserable del pueblo de Chile. Un país con grandiosa existencia natural, como el nuestro, jamás será feliz, jamás estará en paz, hasta que no haya logrado en la realidad algo así como una liberación y una estructuración que lo pongan a un mismo nivel con el paisaje.
Hoy la montaña nos oprime, nos aplasta con su grandeza, nos muestra nuestra miseria y pequeñez, es nuestra conciencia que no nos deja en paz, que nos impulsa, que nos impide quedarnos tranquilos en el fango y en la derrota. Ella nos indica las posibilidades y los horizontes de perfección y de belleza que están señalados a nuestra raza.
En el fondo de este pueblo duerme, descansa, un mandato superior, hay ansias de perfección y de superación, hay cualidades nobles disciplinadas, de esfuerzo, y una dureza única, sólida y callada, como las cumbres inaccesibles del hierro, de la plata y de la nieve.
Yo pienso en toda la extensión de mi patria, veo el norte resquebrajado, envuelto en el polvo seco del sol, con su heroísmo enloquecido y explotado, veo los hombres oscuros, engañados en su miseria, aprovechados en su fe por los falsos y tortuosos profetas del marxismo, descendiendo las galerías negras de las minas, y desgarrando sus manos chilenas en los metales, para que los barcos partan cargados a llenar las arcas y las almas de los judíos yanquis, para que puedan ellos hacer la guerra y el negocio contra la sangre del mundo. Veo el alcohol, descendiendo a sus entrañas, y sus viejas manos que sabiamente manejaban el corvo trabajando bajo el látigo judío de los Guggenheim y la sonrisa satánica e idiota del capitalista nacional o del gestor sin alma. Y admira y emociona ver sus puños cerrados alzarse con ira y comprender que su inmensa bondad podría tal vez, aún, elevarse en un rugido de león o en una tormenta sagrada.
Y el sur, con sus verdes helechos y sus árboles profundos, con sus aguas, sus lluvias, sus lagos emocionados. Allí, hasta las regiones polares, a través de las islas y los estrechos, hay un pueblo, hay un alma que espera. Yo la he palpado, yo la he sentido. He visto al chilote arrastrarse y morir entre sus papas, que se pudren como sus esperanzas. Con su fe explotada, abandonado totalmente a su destino trágico y misterioso, por la inercia de gobiernos que aún no saben que en Chile hay una grandeza enorme, infinita, que espera una palabra, un acto de comprensión y de generosidad humana para irrumpir y realizar su misión en el universo.
Sin embargo, es milagroso saber que pese al desamparo total en que se encuentra nuestra tierra y a la diversidad de caracteres y de tipos que desde Arica a Magallanes la habitan, hay algo que flota y que nos une, que aún espera, y que nos ha impedido disgregarnos o ser absorbidos por nuestros vecinos. Es una lumbre, es una fe, es un fuego interno, que nos hermana en la tierra. Es una llama que nos tortura, que nos impide traicionarnos, es una fe callada, varonil, que supera en silencio, en lo hondo, el más negro pesimismo; es algo que nos grita, que nos llama, es el amor a Chile, el amor a nuestra patria, que nos hermana y que nos hace esperar, marchar por ahora cabizbajos, opacos y callados; pero que aguarda y que se prende brillante al más leve soplo de la esperanza.
Todos en Chile, a pesar de las diferencias de cualquier orden, todos, los rubios, los morenos, los blancos y los mestizos, en el fondo, no somos más que una sola cosa, somos chilenos.
Yo he sentido en el sur el sordo murmullo del futuro, desde lo hondo de las aguas de un mar que hoy empieza, se agita la voz de una esperanza, y esos hombres miserables y esa tierra, y esas mujeres arrancadas a los siglos, solo esperan una palabra, una luz, un profeta, un gran gobernante nuestro. Alguien que se preocupe de ellos, que les haga saber con una administración seria y honesta que están respaldados. Son niños que solo esperan una palabra de aliento para sentir crecer su alma chilena.
Es impresionante comprender que pese a los años negros, que pese a las traiciones y a las infamias cometidas por tantos gobiernos, a la explotación de una casta derechista judaizada, materializada, y luego a la estafa y a la incapacidad de un gobierno de ladrones y banqueteros, de degenerados frentistas y de dialécticos criminales, marxistas, infames, traidores, judíos, aún, a través de los mares, de las montañas, de los ferrocarriles, de las ciudades y de los campos, son manos chilenas las que trabajan, las que hacen marchar los trenes, las que aran los campos, las que se hunden en los cerros y en las minas, las que dirigen los timones y vigilan las brújulas. Huesos, carne y sangre chilena. Rostros de Chile, cuerpos de Chile, corazones y almas de Chile.
Mi amigo me decía: «Es inmenso este pueblo. Nunca he sufrido tanto como aquí. Ni tampoco nunca he visto sufrir tanto. Cómo se destruyen ustedes, cómo se anulan las generaciones. No hallo la hora de irme, de partir. Sin embargo, no puedo. Parece como que este fuera un hoyo del que se desea salir y en el que resbala, se vuelve. Sin embargo, cuando me vaya, sé que los voy a recordar siempre y que los voy a echar de menos. Hay algo en Chile muy particular. Y este mismo sufrimiento de hoy tiene que ser superado, pues se debe a que socialmente ustedes están bastante mal y aún no encuentran el camino. Pero hay algo recio, único, en Chile».
Sí, amigo, un hoyo Chile puede ser; pero un hoyo sagrado, en el que se cumple una penitencia. Sin embargo, llegaremos a alcanzar la altura de nuestra montaña.
Durante estos años, muchos extranjeros que nos han visitado han murmurado en contra de esta patria. Pero sabemos que esos mismos, lejos de aquí, alguna vez, al ver en un país extraño nuestra bandera, no han podido retener las lágrimas.
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