La Nación, Santiago de Chile, 24 de mayo de 1953.
Más o menos así es. Al final están los «ardientes hielos». Los que yo también he buscado.
Y ahora, de nuevo la inquietud, mientras viajo en este avión, de París a Londres.
El pensamiento de Krishnamurti es tan serio como para que un escritor racionalista como Aldous Huxley lo haya seguido hasta transformar su propia vida. Y su visión del mundo deberá ser semejante a la de Hermann Hesse, que también se inspira en iguales fuentes.
El sol de la mañana aparece y golpea sobre las alas del avión.
El encuentro
Luego, otra vez las calles de Londres, estas calles que nos permiten ser uno mismo, porque, a pesar de estar llenas de gente, parece que estuvieran solas.
Son las doce del día. He dejado mis maletas en el hotel y he salido a caminar. No sé el nombre de la calle; pero es una calle central. De pronto, me parece más solitaria. Será tal vez porque en dirección contraria viene caminando muy lentamente un hombre con la cabeza descubierta. En ese momento nadie más viene por la acera. Me llama la atención el hombre que camina. Tiene aspecto de hindú. De improviso, le reconozco: Krishnamurti. Mi rostro debe reflejar la impresión, pues me extiende la mano y me saluda.
―Krishnamurti ―le digo―. ¿Usted es Krishnamurti?
Sonríe y asiente.
¡Ah, ya no creo en la casualidad! Acaso él tampoco. Su pelo está casi blanco y hay algo triste en su expresión. Le cuento que soy el encargado de negocios de Chile en la India y que cumplo una aspiración antigua al ir a su tierra. Él recuerda nombres de chilenos amigos suyos y me habla algunas palabras en español. Me dice que en este momento acaba de llegar de Estados Unidos, y que en dos horas más parte al campo, a casa de unos amigos ingleses. En agosto irá a la India. Hablamos un poco de sus libros; me pregunta cuáles he leído. Le doy el nombre de los libros y después mi dirección en India. Mientras tanto miro a sus ojos. ¿Paz? Quién sabe. Dolor de hombre y duda. Sí, eso vi.
Todo ha sido muy breve. Se me olvida decirle que venía pensando en él toda esa mañana. Pero al despedirse me toma la mano entre las suyas y varias veces me ha dado a entender que no necesito hablar.
Estas cosas tan extrañas, estas premoniciones del pensamiento, estos contactos de las almas o de las mentes subconscientes, más allá del pensamiento normal y de las palabras, son así, algo que se incluye y que se salva. En Londres no me encontré ni con un dios ni con un mesías. Me encontré con un hombre que caminaba solitario, vestido como un occidental, ensimismado en alguna meditación y que, me parece, sufría en ese instante. Algo definitivo de su mente o de su vida estaba aconteciendo. Lo que para mí fue el encuentro seguramente no puede haber sido lo mismo para él. Para mí fue una ayuda, una clara señal, una mano que se tiende; lo subjetivo primando sobre lo objetivo y transmutando la realidad.
También fue para mí un saludo anticipado de la India y de su atmósfera mental.
Algún día, cuando yo vuelva a encontrar a Krishnamurti, le recordaré este primer encuentro.
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