Escritos

Maya, o adiós a Nehru

Artículo

Piedras grabadas por los peregrinos budistas, con la inscripción tibetana «Om mani padme hum».

El Mercurio (Santiago de Chile), 28 de junio de 1964.

Un pueblo así, que es capaz de recrear tanta fantasmagoría, desde su alma profunda, desde su inconsciente colectivo, es invencible. No nos engañemos, la India es, en verdad, eterna como la vida y como la muerte, e imbatible en su profunda debilidad; porque su debilidad es la de la vida, de la creación. India es solitaria e incomprendida, como lo fuera el mismo Nehru. Sola, en medio del mundo. No hay puentes que alcancen hasta allí, no hay lazos ni posibilidades de contactos personales. Solo en lo impersonal es posible unirse a este mundo, a este abismo inexpresable en palabras y en lo individual.

El corresponsal del Sunday Times ha dicho también que India es «un gigante vulnerable, herido ahora en su único ojo». Se equivoca. India seguirá, continuará como la vida, buscando su camino, como ese cortejo funerario, como ese río humano que grita, llora, yendo de lado a lado, azotado por un viento cósmico, pero seguro de llegar al mar, al fuego, al río, a la última disolución y recreación. Es maya, es la rueda eterna. Es el Eterno Retorno.

Ya estamos junto a la pira de maderas de sándalo. Se ha retirado la bandera que le cubría y Nehru se queda con sus ropas blancas y su flor. Su hija sube a la plataforma y arregla un pliegue de la túnica de su padre. Desciende; sube su hijo, el nieto mayor de Nehru, y enciende la hoguera. Los brahmanes cantan. La muchedumbre se yergue y prorrumpe en un grito inmenso, enorme, que cruza la llanura recalentada, el calvero seco: «¡Nehruji! ¡Nehruji!». La llama se levanta, empieza su trabajo. El último Virrey, el lord inglés, se yergue también y saluda militarmente al amigo que se pierde dentro del fuego, de la llama. Sus ojos están húmedos, su barbilla tiembla. A su lado, su hija junta sus manos en una oración. El presidente de la India mira concentrado.

 

La última flor

Es tarde. Los dignatarios extranjeros y los gobernantes hindúes han partido. Yo permanezco allí con el pueblo, que sigue girando en torno a la hoguera, arrojando flores y murmurando sus cánticos. Me acerco más. Soy empujado, golpeado por la masa. Estoy ya junto a la gran llama. No sé cuánto tiempo transcurre. El crepúsculo viene sobre la llanura. La hoguera decrece, la luz se va apagando. Allí adentro se deshace para siempre la figura inolvidable de un hombre que tanto la amara y la ornara por espacio de setenta y cuatro años. Se acaba, se ha acabado ya. Me acerco a la pira y tomo unas flores. Recojo unas hojas. Se las enviaré a mis hijos ―pienso― y a la madre de mis hijos. Y al coger esas humildes flores, siento que estoy llorando, como aquellos que me empujan y que también me llevan como marea, hasta esa llama universal, el fuego invencible del destino.

 

Radhakrishnan

El presidente de la India, el filósofo vedantista Radhakrishnan, me recibe en su cuarto del palacio presidencial. Somos amigos. Él me ha ayudado en la edición de mis libros. Le cuento mi experiencia junto a la hoguera. Le pregunto:

―¿Cree usted que algo perdure? Respóndame con toda sinceridad, más allá de textos y creencias. ¿Dónde está ahora Nehru?
―La mente racional no lo sabe ―me dice―; pero sí la mente intuitiva. Él está aquí, vivo, muy vivo. No hay duda de esto. Y volverá, puede estar usted seguro que él volverá aún, muchas veces.
Hace una pausa y agrega, con gesto angustiado:

―Pero él no quería morir. Solo hace unos días había declarado que viviría largo tiempo…

 

Las cenizas

En el jardín de su casa, bajo el árbol donde acostumbraba sentarse, sobre su sillón se ha colocado una urna con las cenizas. Otras ocho urnas más pequeñas forman un círculo en el suelo, como un «mandala». Sobre la urna central se halla un turbante, posiblemente el de su matrimonio.

Doy vueltas en torno a ese mandala. Y se me viene a la memoria su pregunta: «¿Es cierto que se va muy lejos? ¿Es cierto que nos deja?». Estoy casi solo ahora. Únicamente el jardinero contempla cabizbajo las urnas y el árbol. Y pienso: si yo le preguntara a este jardinero dónde se encuentra ahora Nehru, dónde se ha ido, quizá me respondería que se halla en las flores, en la rosa roja que siempre se ponía en su ojal.

Sí, él ya habrá saltado dentro de su flor.

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