El 15 de agosto de 1951 fue publicado en Santiago de Chile por El Mercurio.
En esta primera crónica solo deseo dar una visión general sobre tantas cosas interesantes vistas en Europa, al mismo tiempo que hacer una necesaria introducción a los artículos que seguirán.
Fui a Francia acompañando a Mario Vergara Parada, director de la revista Vea, y a Mario Vargas Rosas, fotógrafo chileno que, conjuntamente con el periodista Gamonal, había sido designado por el Círculo de Periodistas de Chile para participar en el Congreso Internacional de Periodistas que se efectuó en Evian, Francia.
Para nosotros Francia comenzó en el avión, justo en el momento en que cruzábamos sobre los inmensos Andes. Ahí se acercó la bella «hostess» y nos ofreció unas botellitas de vino francés. Después, en Río, las atenciones recibidas de la empresa brasileña «Panair do Brasil» escapan a toda comparación. Tanto sus funcionarios como su presidente, Pablo Sampaio, fueron de una finura y una amabilidad muy gratas. Pudimos conocer los hangares, las fábricas y las escuelas técnicas de la Panair, de manera que al iniciar nuestro vuelo para atravesar el gran océano, íbamos tranquilos y seguros en la hermética cabina del «bandeirante», pues los pilotos y el material eran ya familiares para nosotros.
Horas y horas sobre las nubes, a una altura increíble y sin que el pájaro fantástico se moviera casi. Solo el trepidar de los motores. Y, allá abajo, de pronto, en un rasgón de las nubes, blancas señales sobre una masa bruñida, azul. Era el Atlántico. Sus olas diminutas se cimbraban apenas, como un hilo de sueño, en una lejanía inmaterial. Yo pensaba en los primeros navegantes, en los audaces aventureros y, más lejos, en los palacios sumergidos de la Atlántida. Ir allá, allá, ir a visitar al fondo de las aguas la sombra perdida del antiguo Adán…
Y, de pronto, sin saber cómo, ni cuándo, París, Francia. Mario Vargas a mi lado me pide que lo toque para asegurarse de que está despierto. Él ha soñado toda su vida con París, se lo conoce de memoria, aunque nunca había ido allá, de tal forma que al verlo ahora, por primera vez, exclama: «Está igualito»…
Yo nunca fui muy pro francés. Al contrario. Pero hoy digo, como otros: París es la capital del mundo. Oí tanto hablar entre los míos de Francia que reaccioné en su contra. Pero he aquí que París es algo irreal de bello. He caminado en la tarde, solo, por los puentes, mirando esas piedras grises, patinadas por los siglos, en esa luz de las mil y una noches que cae de un cielo nuboso, donde los crepúsculos se alargan hacia la eternidad. Ese cielo está lleno de presagios, de premoniciones, sobre los techos y las estatuas de París. Solo de comprenderlo la emoción embarga. ¿Cuándo se cumplirán los presagios infinitos de esa luz? Tal vez nunca. Y es por eso su belleza. París es París. Para mí no es su gente, ni es otra cosa que sus piedras, sus techos, sus puentes, su luz, sus siglos en el cielo…
De París a Evian. Esta última es una ciudad-balneario, en la frontera con Suiza, famosa por sus termas y por su lago. En París me habían entregado una carta del embajador Joaquín Fernández que me anunciaba que había tenido que partir a Evian el día antes de nuestra llegada, pues había sido invitado al congreso, donde representaría a todos los países sudamericanos. Entre otras cosas, me decía: «Te dejo unos miles de francos porque sé que hoy día domingo no podrás cambiar dinero en París». Le encontré en Evian en el mismo hotel donde a mí me alojaron. El «Hotel Royal», para príncipes o reyes. Está sobre una colina, rodeado de jardines maravillosos y mira al lago terso, surcado por barquitos y veleros. Durante la ocupación, los alemanes lo transformaron en hospital. Hace solo dos años que se ha vuelto a abrir. Me entretuve una mañana mirando las páginas de su libro de firmas, en que debajo de la fecha (1900, por ejemplo) figura el nombre de un lord inglés, junto al de la más famosa artista de esa época.
Participaban en este congreso, además de los chilenos, periodistas uruguayos y argentinos. Europa estaba representaba en casi todos sus países. Como Gamonal, que se encuentra en Europa, no llegó a Evian, tuve que asistir yo en representación de El Mercurio, cosa que no tenía en vista, pues mi viaje era de simple funcionario de una empresa aérea. Lo hice lo más discretamente posible para no herir susceptibilidades en Chile. Los periodistas son muy celosos de sus prerrogativas. Lo declaro: mía no fue la culpa.
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