Archivo Miguel Serrano - Escritos

La vuelta del peregrino

Artículo

Caminando por un sendero de Montagnola.

La Prensa, Buenos Aires, 14 de noviembre de 1971.

Desde lo alto del «balcón de Klingsor» se ve el boscoso y oscuro jardín. Hay un gran magnolio. Este verano ya no tiene flores. Mas, curiosamente, una magnolia se abre durante el tiempo de mi permanencia en la casa. Es la «magnolia de Klingsor», pienso, «del pintor que, en el último verano de su juventud, pintara su autorretrato, tan furiosa y desesperadamente, como tratando de captar para siempre lo que los años se llevan, lo que el tiempo nos roba». Al final, terminado ya el cuadro, Klingsor descubre que no es solo su rostro, sino el de toda la humanidad, de todas las especies de la tierra, sujetas al mismo proceso de transformación, que es muerte y también vida.

Aún se guarda en la Casa Camuzzi el lecho en que durmiera, hace más de cuarenta años, Hermann Hesse. Duermo en él. Y sueño. Veo el rostro de Klingsor, que es el rostro de Hesse. Entro en ese rostro como en una casa, como en esta casa, como en el mundo. Y soy parte del proceso de las transformaciones y metamorfosis eternas. Los hombres, los pueblos, viejos y jóvenes; los pueblos viejos que vuelven a ser jóvenes, reiniciando el cansado caminar, como si nunca lo hubieran hecho antes. El acontecer de la guerra y de la paz, de la esclavitud y la libertad. Esclavitud buscada voluntariamente, aceptada, para derramar sangre en la nueva conquista de la libertad. Los hombres, enloquecidos por el poder y la gloria, las naciones y los mundos, reducidos a polvo, en una noche, al soplar un viento de tempestad, vuelven a resurgir desde ese polvo, como una pequeña brizna alada, como una pluma del ave Fénix. Así también los mundos, los universos.

Atravieso el rostro de Klingsor, el rostro de Hesse, y estoy de nuevo sobre el balcón, en la noche de luna llena. Brilla mágica la magnolia. Vuelo hacia ella, floto en el aire, blandamente.

Al despertar, sobre el lecho, tengo la magnolia entre mis manos. Hesse me sonríe, como antaño, como cuando en el portal de su casa despidiera a un joven venido de Chile, diciéndole: «Si alguna vez vuelve, es posible que yo ya no esté…». Es la sonrisa suave, triste, de quien ha cruzado el gran rostro de Klingsor, que es el rostro mismo de la creación.

Ese día voy al cementerio de esta aldeíta de montaña y busco allí la tumba de Hesse. Es un gran libro de piedra abierto, con el nombre del escritor grabado en él. A un lado hay una piedra cóncava, para que el agua se apoce y los pájaros la beban. Dos flores se han depositado muy juntas. Hay otra piedra frente a la tumba, para que el peregrino pueda sentarse a meditar. Pero junto al corazón del muerto aquí enterrado, del cuerpo que aquí se deshace, o ya se deshizo, hay la piedra de otra tumba. La tumba de Ninon, la esposa, la compañera.

El peregrino, que aún está envuelto en el sueño de la noche, en la leyenda de su vida, trae en su mano la magnolia. Se esfuerza por descubrir el verdadero nombre, o título, de ese libro de piedra, abierto ante sus ojos. Y le es dado, al fin, poder leerlo: maya, ilusión.

Junto al libro de piedra de maya, deposito la magnolia del Jardín de Klingsor.

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