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La muerte del Maestro

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A cincuenta años de su partida, un artículo de enero de 1974.

1974

1973 ha terminado, el año más tremendo. Voy junto al Maestro. Inmóvil sobre el lecho, bien podría estar muerto. No, aún respira. Muy cerca de su oído, le digo:

―Maestro, hoy es el primero de enero de 1974.

Abre los ojos, se queda meditando un rato. Murmura:

―1974, y aún sigo vivo.

Después de una larga pausa:

―Un vasito de agua ardiente[1] me reconfortaría. ¿No has traído una botella para celebrar el nuevo año? Tú sabes que el alcohol introdujo en el mundo el olvido de la eternidad y de la reencarnación. Esto comenzó allá en los antiguos tiempos de los Vedas, de los arios y de los hiperbóreos.

Si hoy no fuera domingo, iría a comprar en algún sitio una botella de «ese olvido» para celebrar el comienzo de este año con mi maestro moribundo; con las últimas energías de su vida, celebrar la experiencia de su muerte. Y allí también olvidarme, como las generaciones más lejanas, como los que nos precedieron en el largo camino.

Poco antes de su muerte, llegaron las bondadosas mujeres, abrieron su camisa y pusieron sobre su poca carne y sus huesos hierbas suavizantes para calmar sus dolores y su angustia. Al ver esos huesos y ese cuerpo noble del guerrero moribundo, derramé lágrimas.

Esa noche, mejor dicho, ese amanecer, el Maestro moría. A las 5 de la mañana del 12 de enero de 1974.

Llegué temprano. Allí estaba, con las manos cruzadas sobre el pecho, en el mismo lugar donde él se «viera». Y la entidad blanca, ¿dónde estaba? ¿A mi lado?

Esa noche estuve también solo junto a su ataúd, haciendo guardia. Siempre solo, como por un destino, cuando ya todos se habían ido. Recordé, hablé aún con el Maestro, quien había agotado su trance, bebido el licor de la vida hasta su última gota de angustia y purificación. Y solo también estuve al próximo día junto a su tumba, recogiendo sus últimos mandatos, su vivificadora luz.

¡Bien! Se murió mi maestro, se fue mi maestro. Ya no tengo maestro en este mundo. ¿Dónde está ahora? ¿Dónde se fue? Está en mí, dentro de mi corazón. Ahora yo soy el maestro. Desde algún punto, o centro, su claridad así me lo está diciendo.

¡Ah! Pero se me había olvidado contar algo. Cuando estuve haciendo guardia en la noche, junto a su ataúd, llegaron dos mujeres y se aproximaron para contemplarle. Sonrieron y se miraron entre ellas. Eran dos enfermeras. Les pregunté por qué venían. Me dijeron que ellas le habían cuidado en los turnos de la noche.

―Me quería mucho― dijo una.

Y la otra agregó:

―Era un santo.

Sí, un mago que también era un santo.


[1]
El «Kirsch» de Chile.

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