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La muerte del Maestro

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A cincuenta años de su partida, un artículo de enero de 1974.

Por las calles de mi ciudad

Las viejas calles de Santiago del Nuevo Extremo me ven ir de nuevo, como hace tantos años, meditando en el atardecer. Cae el sol tras los montes de la costa, envolviéndolo todo en la imposible vibración del ansia. El verde del oro de la luz acompasa sus latidos al corazón profundo de esta tierra. Mis pasos tratan de tomar el ritmo de ese latido y van en busca de los años lejanos de la adolescencia. De los viejos rincones de estas calles y de mi recuerdo emergen los rostros de la leyenda. Descubro a Jasón, a Papán y a tantos otros que se fueron antes. Siempre con ellos va el Maestro, en un círculo que se profundiza, aunque no se agrande. En estas calles y plazas del Santiago de la segunda mitad de septiembre, de octubre, de noviembre, de diciembre de 1973, se ha recuperado el pasado; casi la soledad, la transparencia y la lejanía de los años treinta, cuando yo era un niño y por aquí también pasaba. Ese fotógrafo en esa plaza perdida debe ser el mismo que entonces daba de comer a las palomas y se cubría el rostro con su paño negro para tomar fotografías a visitantes del sur.

Y el Maestro me dice al verme llegar:

―¿Dónde vives ahora, en qué lugar del mundo resides al presente, estás siempre en los Himalaya?

Respondo:

―No, Maestro, ahora vivo en los Alpes, en la vieja aldea y casa de Hermann Hesse.

Me mira, acercándose:

―Vuelve aquí, esta es tu patria, solo aquí tu corazón se aquietará, encontrando el ritmo de la luz del lejano sur. Todo lo que hagas afuera se perderá; aquí será tu mundo, aquí está la sangre de tu espíritu, el alma de tus huesos…

Hace una pausa, parece cansarse, su cabeza va hacia atrás. Mirando el techo blanco, recuerda:

―Hace años, tal vez cinco, oí una voz que me decía: «Chile caerá muy bajo, llegará al fondo del mal y la miseria, y, desde allí, se levantará nuevamente hasta llegar a ser uno de los primeros países de América…».

Recuerdo perfectamente esta profecía del Maestro que, como muchas otras, se cumplirá. Quizá la tierra toda deberá continuar ese cambio. La época del Kaliyuga va topando fondo, la involución encontrando el vértice desde donde reiniciará la evolución. Y la ascensión de la época de Acuario puede que comience en Chile. Pero antes deberá emerger, desde las profundas aguas, el continente de la prehistoria, con sus templos y palacios sumergidos; el continente del hombre-dios, del hombre-mago, del Hombre-Total. Y la gran montaña deberá abrirse para dar salida a los gigantes.


La bendición

Caminando por los pasillos del hospital donde el Maestro está muriéndose, se ha perdido un sacerdote. Entra a su cuarto por equivocación, o por destino. Ve a ese anciano allí sufriente y se acerca a su lecho.

―¿Quieres confesarte? ―le pregunta.

El Maestro abre los ojos. Le ve:

―Confesar no es fácil ―dice―. ¿Tienes por acaso el poder de echar sobre tus hombros los pecados de los otros?

El sacerdote se queda perplejo ante la claridad de esa mirada:

―¿Quieres que te bendiga, hijo?

―No ―dice el Maestro―, soy yo el que puede bendecirte. Híncate y te bendeciré.

Y entonces sucede lo inesperado. El sacerdote se hinca junto al lecho del Maestro que muere. Y ese anciano de nieve pone su mano sobre su cabeza y le bendice.

Así está muriendo el Maestro. Como en el libro de Rilke, muere con su propia muerte, una muerte tremenda, que llena la patria y tal vez el mundo, con muy pocos testigos, pero que toca las profundidades de otras esferas. Días, semanas, meses pasan, y es espantoso ver ese temblor junto al abismo. Es la muerte de un guerrero de una orden guerrera, la más antigua, la más sagrada, la que rige el Oriente y el Occidente y conserva los signos y conoce el lenguaje de la Atlántida, y de Thule, esos continentes sumergidos en el fondo de las aguas y del alma. Él está en comando del gran trance, viviéndolo con toda lucidez, minuto a minuto.

―¿En qué puedo ayudarte? ―le pregunto.

―En nada ―responde―, esto es absolutamente personal.

Se sienta con gran esfuerzo en el lecho. Casi no hay carne en esos huesos. Agita los brazos y dice:

―Siento que me están creciendo alas… ¿Sabes qué son las alas de los ángeles? Son pulmones por donde entra la energía solar… Anoche me vi muerto, me velaban allá abajo, en el patio junto a la capilla de este hospital. Estaba de pie junto a mi ataúd y me veía solo de la mitad para arriba. Mejor dicho, era una entidad blanca y alta la que velaba junto a mi ataúd, con ojos profundos. Y yo sentía que esa entidad era yo mismo, de algún modo…

El Maestro cae hacia atrás en el lecho. Cojo su mano. Dice:

―Ojalá tuvieras manos divinas para calmar el dolor. Gracias, gracias por estar aquí en este trance.

Pregunto:

―¿Por qué no te desprendes, Maestro, para salir del cuerpo?

Responde:

―Eso no puede hacerse si el cuerpo no está en orden y fuerte. Además, debo permanecer aquí hasta el fin, hasta el fin.

―Sí ―le recuerdo―, te lo han dicho: «Sé valiente hasta el fin».

Mueve la cabeza asintiendo. Luego:

―Estoy pasando por el fin.

No le oigo bien. Entonces grita, con una voz enorme:

―¡Estoy pasando por el fin!

Me inclino y beso su frente.

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