Escritos

La búsqueda

Cuento

La revista Atenea lo publicó en septiembre de 1948.

Mientras él hablaba, el joven radiante lo observaba sonriendo malicioso.

―Hermano mío, te comprendo ―le dijo―; yo veo a veces aquello que tú buscas. Pero nada puedo indicarte. Has descompuesto el funcionamiento de tu alma en otros lugares y en una hora oscura y tortuosa. También llevas sobre ti la huella de una muerta que gira en el espacio. Es un astro seco y helado, su luz celeste y suave no penetra sino que solo se posa en los objetos. Es un polvo que imanta con el hielo de la muerte y hace soñar tristezas imposibles mientras no se le conoce; pero no es más que un mundo de espesas sombras que mancha a los seres con su irrealidad. Ese polvo de sueño es el reverso de lo que tú deseas; sin embargo, tienes cubierto con él tu corazón. Véncelo, traspásalo con la espada de tu alma, corta sus voraces tentáculos, que se alimentan de noche, robando calor para su muerte. ¡Oh, cuánta ignorancia reflejan los que sueñan aún bajo ese lampo tembloroso que introduce su sonido espectral en los abismos del cielo! ¡Sacúdanse su polvo embrujado si quieren subir!

Él reflexionó que en alguna parte había visto esos abismos y esas sombras. Y cuando la figura del joven radiante se alejó tras un relámpago de luz, como prendado de una palabra misteriosa que escuchaba, él se quedó más solo aún, pensando que también aquella figura no habría hecho, tal vez, más que repetir su propia obsesión.

Volvió a coger su cabeza entre las manos. Nada se veía ahora, nada se escuchaba, y, reteniendo su pensamiento, solo sentía el latido pausado de su entristecido corazón.

Y fue entonces cuando de las alturas de los cielos, de esos espacios transparentes, se desprendió un astro y empezó a caer a través de esa atmósfera sutil, que se llenó de sonidos armoniosos y de ecos hasta sus últimos confines. Y, sin quererlo, abandonó su abstracción para contemplar este hecho inesperado. Vio así como aquella estrella se acercaba a su región y luego se desviaba para seguir de largo. Miró más intensamente y puso distinguir que la estrella era en su interior una comitiva majestuosa que conducía un carro real. Sobre el carro, una mujer magnífica iba de pie sosteniendo unas lámparas de donde irradiaban las luces del astro. Sin saber lo que hacía, él levantó de nuevo sus brazos a la vez que caía postrado.

―¡Madre de los mundos, luz lejana, detente!

Y milagrosamente el carro detuvo su carrera de años infinitos y la majestuosa mujer inclinó sus ojos abismados.

Él no pudo hablar.

Entonces la voz de la mujer-reina se hizo oír desde el seno de las distancias.

―Porque una vez me llamaste, te oí y no lo he olvidado. Existo en el centro de lo que tú buscas, de ese origen único vengo, de ese último cielo más allá de los cielos. Para llegar hasta aquí hay que dar un salto tan grande, hay que salvar un abismo mayor que el que separa al mineral del hombre y a este del sol vivo. Para descender de ahí a la creación es necesario cruzar de la nada al sufrimiento. ¡Misterio tan intenso que nunca podrás comprender! Sin embargo, a todos nos está permitido algún día llegar a ver y a sentir este suceso inefable. Aun a mí, que siendo ese centro ahora no lo soy.

Él, caído sobre la pálida luz de su mundo, volvió a preguntar, como en un sueño:

―Oh, tú, madre de la luz, ¿cuál es el camino, dónde está ese centro externo, ese círculo fuera de mí mismo, ese origen de la aventura indecible?

―De allá venimos ―respondió la figura magnífica― y allá volveremos. Todo de allí procede. Ahí tiene su origen ese sueño inolvidable. Y todas las grandes emociones, que alguna vez experimentasteis, solo son pálidos reflejos despertados por alguna música terrestre. Allá no existe la soledad, pues esta es una invención humana. Tu voz débil me ha detenido y me ha expresado lo que buscas. No sé si haré bien, pero mi corazón de madre me impulsa a interceder por tu dolor. ¡Quedas libre para subir y manchar la pureza creciente de los cielos! ¡Busca, sigue buscando, hijo mío, hasta que tu búsqueda haga estremecer las puertas que ya no se abren!

Y fue al mismo tiempo que la Luz volvía a perderse en el ocaso de los mundos, que él se sintió libre, libre de ir a donde quisiera.

Y así comenzó el final de su búsqueda por los espacios sin fondo y sin límites, por los soles, los colores y los sonidos infinitos. Imágenes imposibles de olvidar, sueños, formas, batallas, vidas y muertes. Él seguía preguntando, preguntando…

Hasta que en un antiguo día se encontró en una sala donde unos ancianos de túnicas blancas custodiaban unas puertas de luz rosada. Conversaban entre ellos, permanecían sentados y tenían unas profundas miradas dulces. Se acercó y les dijo:

―Queridos maestros, ¿podéis decirme dónde…?

Pero ellos, sonriendo, se pusieron los dedos sobre los labios y le interrumpieron:

―Chist, chist…

Y así fue como él supo que aún tendría que esperar dos mil cuatrocientos años más.

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