Archivo Miguel Serrano - Escritos

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Cuento

La revista Atenea lo publicó en septiembre de 1948.

Calló el boldo y habló así el espino:

―Mis espinas no son las de las rosas que las cultiva por delicadeza y por extrema sensibilidad de su existencia; mis espinas crecen por rencor y son una expresión del deseo de hacer daño. Incapaz de retener a nadie, llamo la atención del viajero que se aleja por el dolor que le causo cuando lo clavo. Soy hosco y cruel, ni siquiera el olor con que perfumo los campos en verano es mío; ese olor viene de arriba, de ese ser que me ha creado y que a través de mí se expresa y sufre. Solo la liebre ha podido amarme y me compadece.

En estos momentos la niebla de las cumbres empezaba a abrirse, y él, continuando en ese insólito estado de inmovilidad y olvido en que parecía encontrarse en el centro de las cosas, percibía en lo íntimo de su corazón la lucha del sol por abrirse paso a través de las tinieblas, por rasgar los velos helados y húmedos de las nubes bajas. Enmudecieron las pequeñas voces torturadas y en alguna parte comenzó a resonar una palabra distinta que llenó el espacio y recorriendo monte tras monte cubrió de ecos las cimas. No vio a nadie, pero oyó claramente esta advertencia.

―Has visto y has oído: solo sombra y dolor. ¡Ilusión! Solo yo existo aquí, soy el alma de este sitio. Es a mí a quien le duelen estas rocas y estos árboles, solo yo soy el culpable, el que aprendo y el que gano en experiencia. No te muestro mi rostro porque te daría espanto. No volveré a encontrarte en esta vida y ya no seré lo que tú eres en esta hora ni en esta emoción del mundo. Me quedé atrás y solo de atrás volveré, en una nueva hora que tampoco será la mía. He aquí el vértigo de mi tormento. Aprende, y que te sirva de meditación; no detengas jamás la planta de tu pie, no mires hacia atrás, no sea que retornes al boldo o que aprendas a mirarme cara a cara; esfuérzate, aspira a subir, a romper tu forma, a cambiar de actitud, en el camino vivo de los mundos, en el sonido de los cielos y en el páramo encendido de los tiempos.

Desde los cuatro horizontes un pesado silencio se hizo en el aire. Él permanecía con la cabeza sobre el pecho, sin mover un miembro de su cuerpo. Acostumbrado ya a las voces, ponía atención extrañado de la quietud que se había hecho, y, a medida que el sol iba abriendo la niebla, creía escuchar el ruido del silencio. Aguzaba el oído y cada vez que se esforzaba era como si ayudara al sol en su lucha contra la sombra y se hacía partidario de su emoción profunda. Poco a poco iba sintiendo que su corazón palpitaba anhelante, como si presintiera un suceso esperado, ante el cual no podía evitar la inquietud y la zozobra. Era como si lo que iba a realizarse hubiera sido el acontecimiento único y deseado, para el cual todo lo sucedido hasta ahora solo fuera el prólogo encargado de presentarlo. Sintió un estremecimiento y la impresión de retornar de muy lejos. Hacía rato que adivinaba la presencia de alguien sobre los árboles, en medio de ellos y encima de los valles encerrados por las cumbres. Se abrió el día y en el claro del sol, pero buscando la suave penumbra irreal de las secas yerbas, apareció una figura humana, que temblaba con la luz triunfante y a la que había que mirar intensamente para que no se esfumara.

Estremecido de dolor, reconoció la imagen, de un querido amigo lejano. Muerto hacía varios años, había afirmado en su breve paso por la tierra un sueño heroico y una verdad suprema que no encontró el calor humano en nuestro trágico tiempo. Murió violentamente una noche, solitario, sin encontrar siquiera la comprensión de sí mismo. Después él lo buscó infructuosamente. Y ahora estaba ahí, vibrando en un claro de luz, en un rayo de sol. Su primer movimiento fue de temor, luego quiso aproximarse y estrecharlo contra su pecho. Pero esa extraña inmovilidad que le fijaba le tenía cabizbajo, sin poder mudar de actitud. Fue entre lágrimas que siguió mirando para no perderlo y que escuchó su voz antigua, acentuada por los mismos gestos ya olvidados. Sonreía melancólicamente mientras habló:

―Querido amigo, he afrontado el dolor de esta venida, la presión de esta antigua atmósfera de tristeza en que se deshace o templan vuestras almas, para mirarte en la frente, hoy que tú también has visto lo que yo peligrosamente palpé y soñé antes. Entonces nadie quería comprender; vivíamos encerrados en nuestras vidas duras, en mundos difíciles y atormentados; pero ahora te vengo a decir que nadie de nosotros se salvará; unos a mitad de su camino, otros al final, tendremos que encontrarnos con esa verdad que ha olvidado el mundo. Nuestra misión fue nacer para presentirla y nuestro dolor, luchar contra nuestra propia existencia, contra nuestras imposibilidades, incapacidades y temores. Solo el heroísmo puede salvarnos en un mundo que se desploma para nacer de nuevo. Sin embargo, tú y yo y todos nosotros, los de esta generación, volveremos a encontrarnos eternamente, como ya lo hicimos antes. Y es con la verdad de la existencia de infinitos lugares y de maravillas terribles y sublimes que hoy he venido a hablarte… ¡Adiós, hermano, que me recuerdas y sueñas…!

Él quiso hablar, preguntar, correr hacia la luz, ir hacia aquel, conversar tantas cosas acumuladas en estos años; pero todo quedó como si nunca hubiera existido; la luz de la mañana de nuevo era clara. Sintió un estremecimiento en su cuerpo y se encontró sentado en idéntica posición a la sombra de las ramas. El sol estaba alto y miró él los arbustos y las montañas como si las viera por primera vez, con sus bordes y sus contornos precisos y externos, flotando envueltos en el aire delgado de las alturas.

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