Revista Atenea (Chile), núm. 163 (enero 1939).
Acaba de ser incluido en el primer volumen de la nueva colección de EB Libros titulada Miguel Serrano, el escritor.
Los hombres de nuestros días, nuestros semejantes, constantemente exclaman: «Esto no es verdad, esto no es cierto». O dicen: «Esto es verdad».
Para que el hombre pueda asegurar este sencillo gesto, tiene que producirse en su espíritu un acto de comparación.
El concepto verdad y el concepto mentira están negando con su existencia solamente la «relatividad de la verdad». Puesto que para que el hombre pueda afirmar algo superior o inferior a un segundo ser necesita comparar con un patrón ideal, absoluto en su existir, definitivo.
Si el hombre afirma que «esto es falso» es porque existe la verdad y solo en función de una comparación con ella puede afirmarlo. Objetar que esta verdad es relativa en el tiempo no modifica en nada el problema, puesto que no por eso deja de ser verdad. El mismo concepto «relativo» existe por función de comparación con una noción de «absoluto».
Es así como la verdad es la verdad y el problema de su relatividad en el tiempo, un absurdo.
Existe una noción de perfección, de bondad y de totalidad con la visión de la cual trabajamos y juzgamos en este mundo. Es también lo que durante tanto tiempo se ha llamado verdad.
Ella se aplica en este mundo, ella nos sirve para medir.
No modifica para nada la cuestión que Nietzsche diga que bueno es lo que aumenta la potencia y la voluntad de potencia, solamente, o que la pauta para medir y ordenar valores desee colocarse en fisiología, regulándose por sensaciones placenteras o de displacer, puesto que para afirmar, en el espíritu, el dolor como nocivo, se hace necesaria una primaria comprensión de los valores. Además, querer resolver o anular un problema racional como es este por vías antiespirituales o antiespirituracionales, como son las sensoriales, es sencillamente un gran error, un absurdo.
El hombre tiene una noción de lo perfecto, de lo «que está bien», que en el conocimiento equivale a un a priori, que es en definitiva lo que hace posible eso que nosotros llamamos el «conocimiento» mismo.
Ya Platón, tratando de reunir el racionalismo socrático con los misterios religiosos, más exactamente, con la doctrina pitagórica de la reencarnación del alma, arribó en su pensamiento a un sistema de ideas generales existiendo infinitamente en un alma individual.
Platón también lo supo, digamos mejor, casi lo supo; puesto que, presentándosele el problema siguiente, equivocó toda la visión, tanto en explicación como en doctrina.
El problema que se le presentó a Platón es el mismo que se nos presenta a nosotros enseguida, como a todo hombre que, experimentando el sonido oscuro «de lo que fue», trate de dar una explicación.
Existe una noción de ideal que el hombre aprehende, noción que está fuera de nosotros y que es perfecta. Residiendo fuera de nosotros y siendo perfecta tiene que residir en un mundo externo, lejano y perfecto.
Esta es la conclusión, tanto en Platón como en los filósofos actuales adeptos a la teoría de los valores, que ubican un mundo ideal de valores, existiendo allende el hombre mismo.
Para Platón, por ejemplo, fue el mundo reluciente de las ideas, de lo general, en donde el alma residió en un tiempo y a donde retorna. Mundo lejano en ambos casos, mucho más allá de esta tierra imperfecta, que se condena decidida o veladamente.
Este, solamente este, es el gran error.
¿Por qué pensar que esa noción-verdad nos viene desde afuera? Y si nos viene desde adentro de nosotros mismos, ¿por qué creer que se debe a un «recuerdo» de una existencia ultraterrena, que se agita contra el existir terrestre para maldecirlo, para negarlo?
Este sentimiento de perfección, que es lo que hoy denominamos verdad, es un recuerdo en nosotros de nuestra pasada perfección; pero en la vida, aquí, en esta tierra. Un recuerdo que suena de tiempo en tiempo, oscuro y constante, de un esplendor y una salud absoluta, que fue en el hombre y en la vida sobre la tierra, que el hombre perdió, por un suceso nada religioso o místico, descendiendo de inmediato entonces al individuo de hoy, que ansía reconquistarse.
Este recuerdo de la vida y del hombre sobre la tierra es lo que en nuestro tiempo puede llamarse verdad, que es la vida.
La misma palabra verdad tiene sentido hoy solamente; en la vida no existe, puesto que es. La verdad, como la vida, con mayúscula, existe para el hombre, mientras no es en su vida. «Antes» y «después» se es.
La palabra verdad puede reemplazarse así por la palabra vida. Mas en este escrito la seguiremos anotando por costumbre.
—