Escritos

Héctor Barreto, símbolo

Artículo

Este homenaje fue la condición de Miguel Serrano para colaborar con Trabajo.

Trabajo, núm. 1210 (27-8-39); y R. Videla, Historias ociosas. Cuentos y relatos de Héctor Barreto. Ed. Puerto de Palos. Santiago, 2003.

 

Hoy hace tres años que desapareció, de pronto, en medio de una luz violenta y de una noche muy oscura. La noche más oscura y más misteriosa del mundo. Yo quisiera poder interpretar todo el misterio de esa noche y de esos días, todo ese clima, que le incumbe solamente a él, y a nosotros, sus amigos, que lo sentimos en el fondo del corazón y del alma extrañada ante aquello tan grande y tan oscuro. Hubiera querido seguir paso a paso los segundos de su muerte, hubiera deseado estar a su lado, saber qué dijo, qué sintió, qué supo ¡ese espíritu como no habrá otro en el mundo! Pero no he sabido nada, absolutamente nada y preciso. Lo que he sabido, lo he sabido de una manera muy extraña: por evidencias, por adivinaciones, por susurros. Como si la sombra, como si su recuerdo, que jamás me han abandonado, me hayan hecho este don postrero, por lo mucho que lo he comprendido, por lo mucho que lo he querido y he sufrido con su muerte para siempre. Es que en la vida, cuando uno se topa con esos hombres héroes, con esas almas superiores, con esos hombres íntegros, con esos artistas como él, entonces, si se pierden para siempre, uno no sabrá ya cómo expresar el dolor y el arrepentimiento infinito por no haberlos reconocido suficientemente en la vida, por no haber caído de rodillas frente a su grandeza.

Héctor Barreto estará para siempre presente en mis palabras y en las líneas que yo escriba. Durante los años su recuerdo no me abandonará. Me basta cerrar los ojos para verlo preciso casi en el recuerdo. Veo sus gestos inconfundibles, su rostro serio y heroico. Todo lo que he hecho y pueda hacer tiene una línea de conducta que se alimenta de su recuerdo, él me asiste en las dudas y en los desalientos, él me da ánimo para seguir y para luchar. Su ejemplo heroico es un símbolo para aquellos que hemos tenido el dolor y el deber de comprenderlo. Heroísmo solitario e individual, superación y ejemplo. Él creía en una vida superior, él tenía un sentido heroico de la existencia. Y esto, que se puede hablar, escribir, decir, fue, sin embargo, un hecho y es un símbolo. Porque cuando un hombre muere por conservar en sus pupilas la imagen heroica de la vida y cuando se destruye antes de dejarse destruir por la existencia, cuando defiende, del contorno mediocre y vulgar, la vida y el sentido de la vida, que ha soñado, cuando se hace matar y prefiere caminar para siempre hacia otros mundos de sombra y de misterio, antes que renegar de su fe, de su creencia en una realidad superior y legendaria, entonces, ese hombre es un héroe.

Trataré de explicarme brevemente. Héctor Barreto era antes que nada un artista, entró al Partido Socialista por motivos diferentes a los que llevan al militante corriente. Héctor Barreto tenía un sentido heroico de la vida. Él mismo quería ser un héroe (me ciño estrictamente a la verdad, al recuerdo). Era un hombre bueno y fantástico, profundamente humano y muy inteligente. (Su libro de cuentos que dentro de poco editará el Partido Socialista demostrará que era uno de los más grandes cuentistas chilenos. Yo creo que en él había materia prima de superior calidad a la de cualquiera de nosotros de la nueva generación. Podría haber sido uno de los más grandes artistas de nuestro tiempo). Barreto, poco a poco, iba percibiendo el no que la realidad pequeña daba a «su mundo», a su consistencia heroica de sueños. Se amargaba, se llenaba de pena silenciosa, se replegaba y sufría. Barreto, entonces, decidió matarse. Todo esto, por cierto, en un proceso inconsciente. Él no quiso llegar a ser aquello que preveía. Él quiso salvarse, salvar su mundo. Y se salvó.

La noche del 23 de agosto de 1936, él buscó la muerte, la siguió por sus propias calles, le hizo señas, la llamó como a una vieja amiga. Él dijo: «Matadme, dioses» (palabras auténticas). Y luego: «¿Quién ríe ahora, los de aquí o los de allá?».

Barreto no fue un asesinado. Barreto utilizó a los «nacistas » de entonces. Barreto se suicidó. Y yo hago esta afirmación, que ya he hecho muchas veces, bajo mi completa responsabilidad.

Es más. Afirmo que aquello fue un símbolo. Y como todos los símbolos, un círculo ciego. Un círculo con los ojos vendados, cuya venda solamente puede correr por completo la posteridad. Pues el hombre que, a conciencia, no realiza su grandeza en la vida, la cumplirá en forma de leyenda a través del inconsciente de los hombres del futuro, que adivinan, quizás por qué misterio.

Yo puedo descorrer una parte del símbolo: Barreto, con un sentido heroico de la vida, «busca» para su muerte salvadora a aquellos que dentro de su generación sustentan también un sentido heroico de la existencia. Es un símbolo. Y son ellos, los vanguardistas de hoy, los más capacitados para recoger el ejemplo y el misterio. Son ellos ahora los que me escuchan y me comprenden. Porque también son ellos los que afrontan la muerte con el grito parecido de: «Nuestra sangre salvará a Chile». Así como el artista dijo un día: «El color de la sangre no se olvida, no es posible olvidarlo, es tan fuerte, tan intensamente rojo…». Es verdad, el color de esta sangre no se olvida, no se puede olvidar, es el color de la sangre vertida por un ideal, por un profundo deseo de cambiar la vida. Así, Barreto, que deseó morir porque se creyó solo, hoy encontraría en la Vanguardia la juventud que continuara su mensaje. El color especial del 23 de agosto y el color especial del 5 de septiembre no se olvidan. Se entrelazan, se dan las manos, se reconocen, son uno, son la misma generación, la misma juventud y el mismo sueño.

Las cincuenta y nueve estrellas siempre dieron la sensación de faltar una.

He aquí la sesenta. ¡He aquí el mundo de los héroes!

¡Viva mi generación!

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