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El triunfador

Cuento

Escrito en 1936, forma parte de La época más oscura.

Al otro día fue al trabajo. La madre había exclamado: «Hiciste bien en no entregarlo, estos hombres son muy vengativos». Ahora, las máquinas de escribir, los autos y sus desgraciadas bocinas. En la calle alguien pregonaba unos comestibles. Él lo miró a la cara y vio que ese hombre no buscaba la felicidad.

Llegó tarde y se durmió.

Al tercer día volvió, avanzada la noche, miró al policía y le preguntó la hora.

―Buenas noches ―le respondió este.

Entró a su pieza, cogió el revólver y fue a la salita. Se colocó junto al conmutador y permaneció más o menos una hora y media, o dos horas tal vez. Esperaba.

Poco a poco un ruido como de rata solemne empezó a crecer en la ventana. Esperó algunos segundos. Entonces, de golpe, encendió la luz. Una rata negra, crispada, se detuvo junto al muro. Ahora venía cubierto, llevaba sombrero.

Los hombres eran dos ratas encogidas que se contemplaban. Los ojos del ladrón traían rabia; él sentía fiebre. La mano del ladrón sostenía una pistola, hipnótica cosa negra. Él sentía que imperceptiblemente iba a disparar su revólver.

Pero el ladrón no quería morir. Sabía que de disparar, el otro también dispararía. No quería correr el riesgo.

Él se aproximó rápidamente al ladrón.

―No hagas ruido ―le dijo―, despertarán las mujeres, no hay para qué asustarlas.

Se aproximó más.

―Cambia tu pistola a la mano izquierda. Así. ―Él la cambió.

El ladrón obedeció.

Entonces le extendió la mano.

―Vamos, déme usted la mano.

El ladrón la estrechó. Estaba hipnotizado.

―Guarde ahora su pistola. ¿Para qué le serviría? Yo también lo haré.

El ladrón lo miró a los ojos y la guardó. Entonces él saltó atrás, apoyó su revólver contra los riñones del animal oscuro, que sonrió congelado, y le arrebató la pistola.

Este hombre, este ladrón, había venido urgido por la oscura ola de su vida, por la línea dolorosa de su voluntad, empinándose, definitivo. Era un hombre que siempre venía. Este hombre no intentaba robar. Se «cumplía» a sí mismo. Ahora sentía el cañón de un revólver sobre las últimas vértebras. El otro hombre comprendió que una viril ternura lo invadía: «Este era un ser que se cumplía». El ladrón sintió al otro hombre, sintió su reflexión, su afecto. Su frente se oscureció, alerta.

―¡Sal! ―mandó él―, hoy sí que irás preso, eres un reincidente, un ladrón.

Las palabras eran duras; pero los silencios que las acompañaban eran tranquilos. En la calle se detuvo.

―Toma ―agregó, entregándole su pistola―. Tú podías ser mi amigo, eres un hombre.

El ladrón se detuvo, cogió el arma.

―Nunca ―dijo―, nunca, lléveme preso, yo lo detesto, yo lo mataré.

Él sintió que ya no podría disparar. De hacerlo, se arrepentiría toda la vida. Estaba vencido.

―Ándate ―le dijo―; pero no vuelvas más. Por segunda vez te dejo en libertad, ¡eres un miserable!

―Volveré ―decía el otro―, lléveme preso de una vez…, no sea niño.

De nuevo sintió el golpe. ¿Qué más? ¡Canalla! El mundo era del otro. Con indiferencia, jugándose la vida, le dio nuevamente vuelta la espalda y caminó a casa, en el momento mismo en que una hilera de estampidos destrozó la noche.

Cayó.

El ladrón, afiebrado, trémulo, inició una fuga. Se detuvo. Era una danza. Qué rata más rara y despeinada. Era un pájaro. Dio un salto en la punta de los pies. Se arregló el sombrero. Volvió atrás y se metió en el quicio de una puerta.

Una carrera se oía. Un policía llegó corriendo. Se agachó junto al cuerpo y miró la sangre.

―¿Muerto? ―murmuró.

―Sí ―se respondió.

Después se levantó. Sacó un pito de caña. Lo contempló curiosamente y tocó. Tocaba una extraña melodía, larga, larga, con cierta mezcla de ansia, de ayuda, de miedo y de alegría. Los ecos finos se repartían las calles.

El policía, después de la última nota, miró el aire con curiosidad, y echó a correr tras el canto de su pito: quería averiguar quiénes habría en la próxima calle.

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