Sobre la imposición de la «Carta de San Francisco».
El Mercurio de Santiago (30 junio 1995), Las Últimas Noticias (1 julio 1995), El Mercurio de Valparaíso (12 julio 1995), La Estrella (30 junio 1995), El Sur de Concepción (3 julio 1995) y La Prensa Austral de Punta Arenas (3 julio 1995).
Señor director:
Existe un plan mundialista que contempla la terminación de los Estados-naciones, entre ellos Chile. La desintegración de este pequeño-gran país se cumpliría en las siguientes etapas: pérdida de Laguna del Desierto y de los hielos continentales patagónicos; regalo del cerro Paranal; venta de un entero país en la Patagonia al extranjero Douglas Tompkins; venta a extranjeros de enormes extensiones de territorio fronterizo en los Andes; autorización para vender tierras a extranjeros en la frontera norte chilena, etcétera. Además, esto va destinado a hacer innecesarias a las fuerzas armadas, como garantes de una integridad territorial inexistente, al acabarse el país histórico y físico. Luego, con la propiciada inclusión de Chile en el Nafta y en toda clase de organismos económicos internacionales, creados o por crearse, las fuerzas mundialistas actúan con rapidez para que Chile sea absorbido por el «hoyo negro» del gobierno mundial.
El mayor obstáculo para el cumplimiento de este plan en Chile son las fuerzas armadas, por su tradición, sus glorias militares, disciplina, cohesión y grandeza histórica. Las últimas instituciones de esta clase que aún restan intactas en el mundo. La intervención mundialista se ha hecho muy visible con la carta enviada por el Presidente de los Estados Unidos de América a su colega chileno y por la presencia del Embajador del mismo país en la sede de Renovación Nacional, declarando que no habrá Nafta si Chile se aparta un ápice del dogma de la religión de la democracia sacrosanta. Son estas intervenciones aceptadas y propiciadas del imperialismo las que van transformando a Chile en «república bananera».
Las fuerzas de la desintegración se encuentran hoy al ataque en forma virulenta y mundialmente orquestadas en contra de Chile.
Es tan grave el momento que vive nuestra patria y el plan maquiavélico ―que ya alcanza su punto crítico― es de tal magnitud, que si el instinto de conservación de los chilenos, adormecidos e hipnotizados, no despierta, el resultado inexorable será el fin de Chile como Estado-nación independiente, como país físico, como etnia y como delicado milagro de la Providencia y de la tierra; la última región del mundo de hombres libres habrá desaparecido. Se habrán impuesto las fuerzas aniquiladoras del mundialismo y de sus partidarios en Chile.
En situaciones menos graves que éstas, el estadista Diego Portales se despreocupaba de la constitución escrita y defendía la constitución histórica, que salvaguarda las instituciones de la tradición. Siendo las más importantes de todas, en nuestro caso, las fuerzas armadas, hoy entre la espada y la pared. El ejército y la marina nacen con la patria. Si ellas mueren, se muere Chile.
Y esto lo saben bien los fanáticos del mundialismo que intentan imponernos a toda costa la «Carta de San Francisco» y su fe en la interrelación del capital sin patria, como la herramienta única e infalible en la edificación del imperio mundial totalitario del futuro. El mismo sueño o pesadilla de la «internacional marxista del capital», establecida ahora paradójicamente por un «proletariado mundial del empresariado». Y se nos oculta que, además de la «Carta de San Francisco», existió la solución genial de la «Carta de Charlottenburg», con un verdadero «Nuevo Orden Mundial», basado en la existencia y preservación de las naciones-Estado, de las «patrias carnales», armoniosamente relacionadas entre sí, con fronteras definidas y seguras, con ejércitos que las garantizaban y cuyos lazos de amistad no se establecían en el dinero corruptor, ni en el materialismo, sino en el Espíritu, en el respeto a las diferencias y en el recuerdo de la tradición que los unía a la vez que los separaba. Una verdadera ecología espiritual, nacida de la sabiduría de la historia y que respeta las leyes de la naturaleza, donde todo es diferente y nada se parece a nada, siendo esta riqueza la que hace la alegría de la Divinidad.