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El cordón dorado

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Publicado en La Prensa (6-3-66); y El Mercurio (31-7-66).

Ifigenia me contó que ella también viajaría pronto a Montagnola para visitar la tumba de Hesse. Me fue a dejar a la estación y me hizo entrega de un regalo, pidiéndome que no lo viera enseguida. Lo hice cuando el tren había ya partido y me encontré con un cordón dorado.

Extendí el cordón en la luz de esa primavera naciente para que refulgiera como el oro de la leyenda y el pelo de Ifigenia.

 

Él se fue a los seiscientos días

De nuevo allí, junto a Ninon de Hesse, en la sala de amplios ventanales, mirando a las cumbres y al lago lejanos. Han pasado los años y ella sigue sin encontrar un asidero para su nueva vida.

―¿Dónde está ahora Hermann Hesse? ―pregunto.

―Se fue definitivamente de mi lado al cumplirse los seiscientos días. ¿Se acuerda usted de los discípulos de Jesús? El maestro les visitó después de muerto, pero les avisó que se alejaría para siempre de la tierra al cumplirse un número determinado de días. Así lo hizo, y ya no le vieron más… A mí me ha pasado algo semejante a los seiscientos días. Tal vez siempre deba ser así… No quiere decir esto que exista un más allá, una sobrevida. Todo se cumple dentro de nosotros. Es ahí donde siguen viviendo los muertos. Hermann viene, para mí, o venía, cuando encuentro un escrito suyo que había olvidado, una carta o un poema, cuando contemplo su letra, o una flor en el jardín que él contemplara.

―¿Cree usted en un más allá? ¿Habrá otra vida?

―Nunca nos preocupamos demasiado de ello con Hermann, y nos admirábamos que esto fuese para usted una preocupación tan intensa. Recuerdo las preguntas que usted nos hiciera… Me imagino que en el momento de morir una fuerza de nosotros mismos vendrá a ayudarnos y así seremos capaces de enfrentarnos a ese último suceso…

Revisamos con Ninon las cartas que yo deseaba publicar en mi libro. Hace varias correcciones y me da su autorización. Luego, antes de partir, desea mostrarme el archivo de Hesse, que él llevaba con su propia mano, anotando en pequeñitas tarjetas los acontecimientos, los nombres y direcciones de los amigos y desconocidos que le visitaban.

Ninon de Hesse busca mi registro. Y ahí encuentra mi nombre escrito con esa letra bellísima y cuidada: «Miguel Serrano. Vino a verme por primera vez en 1951 y me trajo su libro Ni por mar ni por tierra…; volvió en 1959 trayéndome de regalo una miniatura hindú. Es un amigo muy querido».

Al contemplar esa cartulina y lo allí escrito por la mano del poeta, no puedo dejar de emocionarme.

 

Un asiento para el peregrino

Amanece con un sol transparente sobre el lago de Lugano y las altas cumbres. Subo al pequeño cementerio de Montagnola llevando un ramo de manzanillones silvestres, las flores que Hesse prefería.

La tumba ha sido terminada hace poco. Es un libro de piedra abierto, y en una de sus páginas se ha cincelado el nombre del poeta. Cercana, se ha depositado otra piedra rústica, cóncava, de modo que aposente el agua de la lluvia y sirva de abrevadero a los pájaros. Y hay otra piedra más, para que el peregrino pueda sentarse y reposar.

Allí me reclino, dejo que el sol de las cumbres me toque y que ese aire de pinos me penetre. Poco a poco una gran paz se apodera de mí, como si emergiera de la tierra. No deseo ya moverme y pienso en Goldmundo, el héroe de la novela de Hesse, yendo a sentarse a orilla de una fuente, y en Si-
ddhartha, junto al río, tras sus largos peregrinajes.

Mi pensamiento va luego hacia Ninon de Hesse; deseo enviarle un mensaje que pueda hacerle llegar parte de esta paz que ahora me posee. Lentamente, como un pensamiento venido de esa tumba, emerge el mensaje. Tomo de mi cartera el cordón dorado de Ifigenia y lo amarro en la rama de uno de los pinos, junto a la tumba. «Aquí quedará ―me digo― y si Ifigenia lo encuentra será porque Hesse lo ha preservado y se lo enseña. Y si esto sucede, será un mensaje de Hesse para su esposa, que yo me encargaré de hacerle llegar, porque será un signo de que algo existe más allá de la tumba, de que no todo se acaba…».

 

El tres y el cuatro

Mi viaje continúa hacia Londres, Buenos Aires y Santiago. A mi regreso a Belgrado recibo una carta de Ifigenia. Ella ha encontrado el cordón dorado, ha entendido el mensaje y desea avisarme. El cordón no ha sido arrancado de la rama del pino.

Estamos en el comienzo del invierno. Me demoro en escribirle a Ninon de Hesse. Pasa el invierno. Lo hago al fin. Su respuesta no se hace esperar. Ella ha ido también al cementerio. Y allí estaba el cordón, en la rama del ciprés. Han pasado una primavera, un verano y todo un invierno con sus nieves. Y nadie lo ha movido, ni siquiera el viento. El jardinero, que cuida los árboles, tampoco lo ha visto; en todo caso, no lo ha tocado, hasta que Ninon pudiera encontrarlo. Le he dicho a ella que es un mensaje que Hesse le envía. Se lo he dicho porque deseo alegrarla. Pero en su carta de respuesta ella me explica «que el mensaje procede de mí mismo y es para mí mismo».

De todos modos, el cordón dorado ha unido a tres seres de este mundo… ¿A tres?

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