Esta perrita acompañó a Miguel Serrano por casi una década.
Partí a Roma, recibí a Dolma y alojé con ella en el Hotel Columbus, de propiedad del Vaticano, en la «Via della Conciliazione», entre pinturas murales y galerías monásticas. Se realizaba en esos días el concilio ecuménico y Dolma pudo ver conmigo, en la plaza de San Pedro, la púrpura y el oro de la Ciudad Santa. Con su ancestro en la sagrada Lhasa, fue este un apropiado recibimiento del Occidente.
A mi regreso a Belgrado, pedí una audiencia especial al jefe del Protocolo y fui con Dolma. Se la presenté con todos sus títulos, para que la conociera y comprendiera mi decisión. «¿Podría», le pregunté, «dejar a esta dulce señorita botada en Roma?». Makiedo se rió con ganas, con el humor y la humanidad grande de los yugoslavos. El pueblo yugoslavo sabe amar a los animales. El ministro de Relaciones Exteriores de aquel entonces, Koča Popović, tenía un compañero entrañable, un magnífico perro policial. Confieso aquí que mi intención no era de épater les comunist. Actué así espontáneamente y eso me valió la amistad sincera de esos magníficos seres humanos, los yugoslavos.
En India, en Yugoslavia, en Austria, Dolma encontró siempre amor y cuidado. Pronto pasó a ser «perro de cocina», porque vivía con la gente que cocinaba y que la cuidaba a ella ―y a mí por ella―. Pero Dolma sabía que era mía y venía a visitarme, haciéndose presente siempre en los momentos justos, más oportunos. Entonces me miraba hondo a los ojos, para conocer mis pensamientos, mis preocupaciones.
Sin embargo, esta mirada de los perros no es más que un formulismo, por así decirlo, porque ellos no necesitan mirarnos los ojos para saber lo que nos pasa. Lo descubren de otra manera, «sintiendo nuestra aura», nuestra vibración. En verdad, cuando nos miran a los ojos es únicamente para hacernos saber que ya lo saben, o para consolarnos; para que podamos entender que ellos están con nosotros, acompañándonos.
Así se fueron los años. Así envejeció mi Dolma. Dolma, la que volaba, la perrita con alas. Aún quería demostrarme que era capaz de volar. Y entonces se ponía a correr por los parques de la vieja Austria, por los bosques de Viena; corría, saltando, volando. Pero cada vez volaba menos.
Llegó el año 1971, tan lleno de desgracias. Debí dejar para siempre esa vida de «vagabundo dorado» de la diplomacia. Fue muy repentino y casi no tuve tiempo de pensar bien las cosas, de comprender su hondo sentido. Dejé a Dolma en algún sitio improvisado, por primera vez con gente extraña, pero que igualmente hicieron todo para cuidarla. Yo iba en busca de un lugar donde permanecer. ¿Pudo creer Dolma que la había abandonado?
Recorrí regiones y países. Un día iba por los Pirineos, de paso hacia España. En Montsegur, alguien me dio una rosa azul, que es la «flor que no existe», ¡tan bella es! Conducía solo en el automóvil y puse la rosa en el asiento del lado. De tiempo en tiempo la contemplaba. Al cruzar los montes, la flor pareció inclinar su cabeza hacia mí. De improviso, pensé en Dolma; porque así inclinaba su cabeza cuando iba conmigo en el auto. Un pensamiento repentino me tomó: «Algo le sucede a Dolma». Y, entonces, ya toda mi atención fue para esa flor, para cuidarla, para que no se secara, para que no muriera, porque pensaba que si la flor moría, también moriría Dolma.
Todo ese día y la mitad del otro día, viajé por las montañas. Me encontré así frente a Montserrat, a sus cumbres como de sueño, donde un día, según la leyenda, se guardó el santo grial de los cristianos (pero no el de los cátaros y de Parzival). Decidí visitar el monasterio. Me perdí en esos caminos de las alturas y, sin saber cómo, me hallé frente a una pequeña oficina de teléfonos, allí, en esas soledades. Me bajé del automóvil y pedí una comunicación con Viena. Me la dieron casi al momento. Pregunté por Dolma. ¡Sí! Lo que tanto temía estaba sucediendo. Dolma se encontraba gravísima, con un cáncer generalizado y un tumor en la garganta que no le permitía comer. Apenas si podía respirar. El veterinario aconsejaba ponerle una inyección para que muriera pronto, sin sufrir demasiado.