Esta perrita acompañó a Miguel Serrano por casi una década.
Fue así cómo con sorpresa recibí una semana después el mensaje del representante del Dalai Lama en Nueva Delhi, comunicándome que «mi perro» había llegado y que podía ir a buscarlo.
De este modo me encontré con Dolma, una perrita de color miel, de largo pelo sedoso, que me miraba por debajo de sus rizos aleonados. Venía directamente de los Himalaya y se comprendía que estaba sufriendo enormemente con el calor de ese verano de Delhi. Con elaborada ceremonia, el lama del Tíbet me explicó que Dolma era el nombre de una diosa de su país, del lamaísmo, equivalente a Durga o Parvati, la esposa de Shiva en India. El padre de Dolma pertenecía al hermano del Dalai Lama y la madre, a Sherpa Tensing, el primer nepalés que ascendiera al Everest con la expedición inglesa. De este modo, mi perrita poseía el mejor de los pedigree, además de proceder directamente del corazón del Dalai Lama, porque todo regalo hecho por este alto dignatario viene directamente de su corazón. A lo mejor Dolma era un lama reencarnado.
En mi casa de Delhi, junto a los monos, bajo los bananos y las higueras, Dolma me esperaba en las noches, sin dormir hasta que yo regresara de las comidas y fiestas de despedida que entonces me daban. Mi viejo bearer, Samuel, me decía: «Ella es como una esposa, no puede dormir hasta que usted llega». En las mañanas Dolma me despertaba con suaves besos y caricias de su mano.
Cuando Nehru me invitó a un almuerzo familiar en su casa, para despedirme, fui con Dolma. Y ella estuvo todo el tiempo bajo la mesa, mientras conversábamos precisamente del Tíbet y de la China. Nehru no se explicaba la repentina animosidad de los chinos, a quienes él había ayudado y defendido en los organismos internacionales. Le dije:
«―¿No será por el refugio que usted ha dado al Dalai Lama?».
Nehru movió su cabeza, vacilando:
«―Es posible», me respondió.
Estaban presentes en aquel almuerzo la hermana de Nehru, señora Krishna Hutheesing, y su hija, Indira Gandhi. También uno de sus nietos.
Partí de India en barco y debí dejar a Dolma en Nueva Delhi, en casa de mi amigo el embajador del Japón, para evitarle así el largo encierro de un viaje por mar. La señora Gandhi me fue a despedir a la estación de ferrocarril de Nueva Delhi, llevándome un recuerdo de su padre: el bastón de sándalo con el que viajaba por India y por el mundo; una especie de bastón de mariscal. Me dijo: «Mi padre se lo manda, por si alguna vez necesita pegarle a alguien en Yugoslavia». Conservo este bastón, firmado por Indira Gandhi, como algo muy preciado. Nunca necesité pegarle a nadie en Yugoslavia, ni en ningún país extranjero donde he vivido. Quizás en Chile podría usarlo. Aún tengo aquí este bastón, cuando Dolma ya no está… Los bastones no envejecen, no mueren. La madera parece como si fuera eterna, especialmente la madera de sándalo…
Mucho me costó recuperar a mi perrita tibetana. Creo que también me ayudó la señora Gandhi. En verdad, es difícil deshacerse de un «animal sagrado». Un amigo chileno fue a rescatarla finalmente a la embajada del Japón y me la trajo a Europa. Me avisó por telegrama de su llegada a Italia, al aeropuerto «Leonardo da Vinci». La noticia me llegó justamente cuando me aprontaba para hacer la visita protocolar en Belgrado al entonces vicepresidente, Rankovic. Mi perrita llegaba ese mismo día a Roma. ¿Qué podía hacer? ¿Podía dejarla abandonada en un aeropuerto internacional? Tomé el teléfono y hablé con el jefe del Protocolo del ministerio de Relaciones Exteriores yugoslavo, embajador Sergio Makiedo. Le expliqué que «un gran amor» me llegaba a Roma el mismo día de mi entrevista con el vicepresidente. «Una dama no puede quedar allí esperando», le dije, «más aún si esa dama nos ha sido donada por el Dalai Lama, y más aún si esa dama es un perro». El jefe del Protocolo del gobierno comunista de Belgrado no dijo nada, pero su silencio en el teléfono reveló su desconcierto.