Pronunciado por Miguel Serrano en Viena el 11 de enero de 1971.
Egipcios, asirios, chinos y griegos usaron drogas y brebajes. Nadie sabe qué fue la ambrosía de los griegos, alimento de los dioses. Pero esos puntales, esos bastones o báculos, servían para abrir las «puertas de la percepción», según William Blake, quien fuera el creador de la expresión que Huxley utilizara luego en su libro. Las drogas y brebajes disolvían los límites, produciendo estados semejantes a la esquizofrenia.
También la psiquiatría y la bioquímica del presente nos hacen creer que el uso sistemático de las drogas presenta evidencias adicionales de que las fantasías, estados alucinatorios, sueños, visiones de santos o esquizofrenias avanzadas son diferentes expresiones de un mismo proceso fundamental, que tendría un origen bioquímico común. Se sospecha así que la esquizofrenia pueda ser producida por una sustancia tóxica en el cerebro. Esta teoría se encuentra con dificultades porque hasta la fecha, y tras años de experimentos científicos, no ha sido posible identificar la toxina, aun cuando se dispone de la nueva droga (LSD) que produce la esquizofrenia voluntaria.
Estudios hechos en los Estados Unidos, en las universidades de Portland y Berkeley, concluyen que el LSD dañaría los cromosomas y afectaría a la herencia. Sin embargo, la investigación se continúa por nuevos caminos que lleven a mayores cumbres en el apasionante camino de la droga, o en la revelación de su arquetipo. Se habla ya de un nuevo compuesto, derivado del RNA, la «píldora de la inteligencia», que acelera el proceso del conocimiento y hace al hombre igual a un computador (para no decir «igual a los dioses»). Esa píldora sería en sí misma toda una biblioteca; las bibliotecas del futuro estarán compuestas de frascos.
Los hippies y todos aquellos que usan la droga entre flores y amor, tal vez no sepan que ellos también encarnan el legendario arquetipo, aunque con menos gloria que en los tiempos clásicos. Flores y amor existieron en Grecia y en la lejana ciudad de Ur. Flores fueron las ofrendas presentadas por Quetzalcóatl. También la droga estuvo allí. La droga y el amor, como un intento de trascender los umbrales de la persona y recuperar una perdida y primigenia unidad. En el lamento de Bhartrihari, el místico y amante hindú, se expresa el dolor profundo de una separación cósmica: «Antaño tú y yo éramos uno. ¿Cómo ha llegado a suceder que ahora tú eres tú y yo soy yo?». El brebaje pone un bálsamo en la herida abierta en el costado de Adán, de cuyo sangrar profuso se origina la atomizada y dividida humanidad.
Sufíes y poetas árabes usan el brebaje, el vino, «que hace olvidar el presente y nos une a los siete mil años del pasado; porque mañana también será ayer».
Pero el brebaje, el vino, es un licor sagrado, que hay que beber con el corazón puro y orando, como recomienda Kahlil Gibran. Es un medio que abre las compuertas y puede también disolver los límites.
Seguramente los hippies no saben que ellos son los trovadores del presente, reencarnados en un tiempo mecanicista.
La droga, el brebaje, es un sucedáneo, posiblemente un símbolo, quizás si de la gracia. Es usado en casi todas las leyendas de amor místico. Hay un brebaje en Romeo y Julieta. Pero es un brebaje que al final mata. Y lo hay en Tristán e Isolda. El licor mágico produce ese amor sin amor, donde se ama a la muerte y en la muerte a la propia alma; cuando, enloquecido de pasión sobrehumana, se busca la fusión con el opuesto más allá de las fronteras de esta vida.
Porque la droga no puede reemplazar los estadios logrados paso a paso por místicos y santos. Subir la montaña a pie o en funicular son dos cosas diferentes. El sentido es otro, el logro y el esfuerzo.
Es a esa sutil diferencia a la que se estaría refiriendo también Koestler en su libro El fantasma en la máquina, cuando relata las experiencias del investigador y neurocirujano canadiense, Penfield, quien excita determinadas zonas de la corteza cerebral de un paciente con electrodos y microcorrientes que producen reacciones prefijadas en los centros motores. Cuando la corriente obliga al paciente a mover una mano, Penfield le pregunta por qué la mueve. Y el paciente le responde: «No soy yo quien la mueve, es usted quien me hace moverla».