El Mercurio (Santiago), 25 de noviembre de 1951.
Inicio mi conversación contándole que hace muy poco que he estado con Hermann Hesse. Me explico mal al decirle que este me ha expresado que lo fundamental en la vida es tratar de oír la voz de Dios. Hesse no me ha dicho tal cosa, sino que «en el fondo de toda religión se encuentra la voz de Dios». Pero no alcanzo a rectificar, pues me responde: «En esta afirmación no hay nada nuevo».
―Lo importante ―me agrega― es saber si Dios tiene algún interés en hablar a los hombres. Luego, si los hombres son capaces de oír a Dios, si es que él les habla. Y, por último, si los hombres pueden interpretar la voz de Dios, si es que la escuchan.
De Hermann Hesse, Papini solo conoce su libro Siddhartha. Me doy cuenta de que en Europa los escritores se ignoran más que en Sudamérica.
Luego nos referimos a su comentado artículo sobre América del Sur. Papini se extiende largo sobre esto. Dice que ha sido mal interpretado, que él no ha restado posibilidades al futuro de nuestro continente y que solo ha dicho que al presente no tenemos ni a un Cervantes, ni a un Dostoyevski, ni a un san Juan de la Cruz, ni a un Napoleón.
Me parece adivinar en Papini una extraña preocupación y cariño por Sudamérica, los cuales, en un temperamento apasionado y polémico como el suyo, se manifiestan en el ataque y en la crítica.
En la oscuridad de esa tarde, se me aproxima y me pregunta:
―¿Hay muchos indios en Sudamérica? ¿Es usted indio…? Yo no alcanzo a verlo, porque estoy casi ciego…
Su esposa sonríe. Y le dice que no lo parezco.
Entonces Papini comienza a hablar de Europa. Con gran fervor se expresa de su mundo, y me dice que cree que Europa siempre seguirá siendo la cabeza del mundo; porque se vuelven a dar las necesarias constantes de peligro, de inseguridad y de extremas tensiones que hacen que el espíritu se mantenga vigilante. Es este el terreno propicio para las más altas creaciones y para el resurgir de las mejores individualidades. Europa se parece a Grecia, en un plano más amplio; dividida en naciones, siempre ante el peligro de la invasión de los bárbaros, debe crear y superarse para sobrevivir. La latinidad tiene un gran papel que cumplir en esta pugna y en el equilibrio final. Italia, España, Francia y Sudamérica (que también es latina de espíritu, según Papini) son imprescindibles para la integración del mundo del futuro. La catolicidad es el elemento sin el cual se produciría el caos.
Yo recuerdo que Keyserling ―que a mi manera de ver es uno de los escritores «sudamericanos» más auténticos, y que llegará a serlo todavía más, a medida que el tiempo pase― ha dicho que la espiritualidad de Europa se debe a su división y polarización entre naciones pequeñas. Y una de las razones por las cuales creía él que en Sudamérica también podría advenir el espíritu es porque se encuentra dividida en naciones como Europa.
Ha pasado el tiempo. Papini detiene la charla y sube a su cuarto de trabajo, en busca de su último libro. En su ausencia, su esposa me ofrece una taza de café y me cuenta que el escritor ha pasado un mal año, pues ha estado muy enfermo. La esposa de Papini es una mujer bella y cordial.
―¡Cuánto ha trabajado Giovanni en su vida! ―me dice.
Al volver, el escritor me trae de regalo su último libro, impreso en italiano: Le pazzie del poeta («Las locuras del poeta»). Y me lo dedica escribiendo en español: «Su amigo de una tarde».
Después ambos me acompañan hasta el automóvil que me espera. Como la noche está oscura, Papini se apoya en mi brazo y en el bastón. Camina muy erguido en las sombras. Tanto él como su esposa desean que me quede a comer con ellos, y su cordialidad es emocionante. Papini me pregunta si me alcanza el dinero para el taxi, o si traigo lo suficiente para mi viaje por Italia. Ese luchador, ese poeta, busca nuevas formas de manifestar su simpatía a este sudamericano, «amigo de una tarde».
En la noche, escuchando el golpe de las olas del Mediterráneo, siento cerca el brazo de ese luchador que tanto admiré, y no puedo menos de reflexionar que es maravilloso que el destino me haya permitido marchar aquí, en este viejo mundo, del brazo de mi ya lejana adolescencia.
Papini no podrá saber nunca lo que para mí significó encontrarlo a él y a su Florencia: una vuelta a esos años en que éramos libres, porque todos los caminos estaban aún frente a nosotros…
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