La Prensa (Buenos Aires), 21 de mayo de 1972.
Por este escrito Miguel Serrano recibió un premio de la Sociedad Argentina Protectora de los Animales, el 29 de abril de 1973.
¿Han tenido ustedes un perro? Hombre o mujer solitario, ¿has tenido un perro por compañero de las largas horas de encierro, de las caminatas por los montes, o de las tardes, cuando lees o escuchas música; o bien, cuando miras las sombras en los muros, o la luz tenue que se filtra por las ventanas del crepúsculo? ¿Has sentido de pronto esos ojos que te miran fijos en la oscuridad, como penetrando los tuyos, como queriendo preguntarte algo, o bien, transmitirte un secreto, un pensamiento profundo sobre la vida y la muerte? En los momentos de mayor pena, de desasosiego, de desesperanza, el perro está allí, acompañándote, sintiendo contigo, consolándote con su presentimiento de ese dolor; son palabras, pero con los ojos abiertos, abismales, fijos en los tuyos, en un diálogo de silencio.
Yo también tuve un perro. Una dulce perrita del Tíbet. Me acompañó a través de los años y me dejó para siempre a fines de 1971, ese año tan lleno de desgracias. Quiero contar aquí su pequeña y tierna historia.
Fue hace diez años, cuando partí de India, para hacerme cargo de la embajada de mi país en Yugoslavia. Me había hecho amigo del Dalai Lama y fui a despedirme de él. Se encontraba de paso en Delhi, habiendo dejado por algunos días sus montañas de Dharmasala. Le fui a visitar, llevándole de regalo una cerámica de Quinchamalí; un pez, símbolo de la Época de Piscis, que pronto ya se cambiaría por la Época de Acuario.
Esa cerámica modesta de mi patria emocionó al supremo jefe del Tíbet. A través de su intérprete me consultó qué regalo desearía yo de él. Una idea un tanto extravagante pasó por mi mente y, por decir algo, mencioné esos perritos tibetanos, a los que llaman «leones de la puerta de atrás del templo». Los pintan con alas, pues corren y saltan como si las tuvieran. Los lamas tibetanos los tienen junto a sí, bajo sus mantos, durante la meditación. El pelo les cae sobre los ojos y su raza se llama «Apso-Lhasa». Son una delicada creación del budismo tántrico y de la magia tibetana.
El Dalai Lama asintió con una sonrisa tenue. Y yo me despedí, olvidándome luego completamente de todo eso, considerándolo como un juego amable, placentero, dentro de la etiqueta de esa corte en exilio. También me daba cuenta que había sido una extravagancia mía insinuar ese regalo.