Salió en la revista bonaerense Histonium de noviembre de 1950.
«Creo que no me interesa la historia, pues la veo como el repetirse monótono de las ambiciones inferiores y lucha ingenua por la conquista del poder. Pienso que al margen de ella, y totalmente independiente, se desarrolla otra historia misteriosa y opuesta, que es la historia del Espíritu».
(Informe de Tegularius en El juego de abalorios de Hermann Hesse).
Si el mundo de Occidente no pudo salvarse con Spengler, ¿lo podrá aún con Toynbee? Para ello sería necesario compenetrarse del profundo sentido de las ideas de este historiador y aclararlas, exponiéndolas con vuelo y con estilo. Más que seguro que no es este el papel de Sudamérica. Somos un mundo informe, del futuro, y deberíamos mantenernos al margen de un conflicto en cuyos orígenes no hemos participado. Nuestro destino está en hacernos sabios, más que en actuar. Por ello debemos tratar de comprender todas las ideas; pero no realizarlas.
Toynbee está obsesionado por el siguiente misterio: la humanidad existe sobre la tierra desde más o menos un millón de años, en cambio la historia de las civilizaciones se remonta apenas a seis mil años; o sea, un minuto de ese largo tiempo. ¿Qué ha pasado antes? ¿Por qué en el extenso pasado no hubo civilizaciones y, de pronto, en un día todo cambió? El historiador desesperaba de encontrar una respuesta satisfactoria a su pregunta, cuando se enfrenta con Jung y con sus investigaciones sobre los mitos y leyendas de los pueblos. Únicamente por un símil mítico ha si do capaz Toynbee de encontrar una explicación a este misterio. Nos cuenta que Dios contemplaba en reposo su obra, hasta que Luzbel se revela, volviéndose en su contra. Dios, voluntariamente, acepta el desafío, que puede poner en peligro toda su creación. Por ello Dios deberá entrar nuevamente en actividad y perfeccionar ad infinitum su actualmente dinámica creación.
De este mismo modo ha sucedido con el hombre, nos dice Toynbee. Durante miles y miles de años ha permanecido en sueño, hasta que de pronto una cierta incitación externa, de la naturaleza, un «desafío», lo ha obligado a moverse, debiendo idear algo para no perecer. De esta forma ha nacido la civilización. El «desafío» externo pudo haber consistido en la desecación de algún pantano en el África Central, junto al cual vivía la tribu primitiva, produciéndose algún violento cambio del clima, que la obligó a la «adaptación».
La idea es original y llena de sugerencias; pero es incompleta y carece de desarrollo. Ortega y Gasset la ha comentado largamente. Para el filósofo español es improbable que la civilización nazca de una causa extraña, como el cambio de alguna condición natural, que produce el despegue del hombre del medio y su intento de readaptación a la nueva situación, transformándose desde entonces en un inadaptado terrestre, en un «viajero por la tierra», que solo mediante la inteligencia pretenderá recuperar el equilibrio y dominar. Es también un poco simple identificar la idea del paraíso con la existencia natural del hombre primitivo y pretender que en la época neolítica y aun en la paleolítica no existieran «desafíos» externos, siendo que debieron ser bastante mayores y que ya entonces pudieron obligar al hombre a crear una civilización como «respuesta». Para Ortega la causa de la inestabilidad no se encuentra en ningún estímulo o trastorno externo repentino, sino que más bien el hombre es un ser misterioso, un «animal enfermo», que nace así, desequilibrado. Pudo haber acontecido también, dice, que al vivir la tribu junto a un pantano se enfermase de paludismo, intoxicándose y produciéndose una hipertrofia cerebral, que comenzó a llenar la mente de sueños y de extrañas imaginaciones, que impidieron al ser ver la realidad tal como era, ni contentarse con lo externo. En adelante, la única causa profunda de la inestabilidad se encuentra en sí mismo y es ella la que le impulsa una y otra vez a responder a desafíos que solo él mismo se crea gracias a su inadaptación y a su congénita inestabilidad.
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